En la película ¡Viven! se narra la increíble
experiencia de los sobrevivientes de un accidente aéreo en los Andes, donde se
estrelló un avión en el que viajaba un equipo de rugby uruguayo, sus familiares y
allegados. Tras ser dados por muertos por las autoridades, los supervivientes
del avión, obligados durante meses a alimentarse comiendo carne de los cadáveres
resultantes del accidente para seguir vivos, deciden mandar una expedición de
tres montañeros avituallados con mantas, ropas y comida a intentar superar,
bajo condiciones muy adversas, el pico montaña que tienen por delante,
descender la cordillera y así dar la voz de alerta para un rescate. Después de estar
al borde de la congelación, de perder parte de sus enseres, de escalar uno, y luego
otro, y luego otro peñasco, cuando alcanzan la cima, en el momento en que la vista
deja de mirar hacia arriba y puede hacerlo en horizontal, no ven el descenso que
esperaban sino repetidas montañas, similares a la que habían escalado.
Viene esto un poco a resumir, por qué dejo Barcelona.
A la ciudad llegué hace diez años para instalarme, como dice
irónicamente el escritor Laureano Debat, “con la maleta llena de sueños”.
Para un andaluz joven como era yo, Barcelona significaba por aquel entonces una
versión de Hollywood a pequeña escala, el lugar donde los sueños se hacen
realidad. La ciudad donde diseñadores gráficos, cineastas, científicos,
emprendedores, publicistas, politólogos, ingenieros y expertos en todos los
campos pueden desarrollar su carrera. Una ciudad moderna y cosmopolita, con una
vida cultural inabarcable. Llegué, haciendo escala por Valencia, casi con la boina
puesta, con la idea de seguir escribiendo y tener una carrera literaria. Porque
eso también es la juventud, tener una auto confianza insolente y una ingenuidad
enternecedora.
En diez años, he vivido de todo. Llegué con el post zapaterismo
gracias a una beca del ministerio de educación, con una crisis de tomo y lomo
avecinándose a la vuelta de la esquina, la sentencia del tribunal
constitucional contra el estatut de Cataluña recién salida del horno y un
descontento social cociéndose que desembocaría en el 15M. Luego, se nos echó
encima el Procés, en una de las décadas más convulsas políticamente de España y
Cataluña que se recuerdan, con las calles calientes, la declaración de Independencia
interruptus, los políticos en prisión y el trauma del uno de octubre. Casi sin
respiro, el auge de la ultraderecha, la toxicidad instalada en la vida pública,
la caída en el olvido de la justicia social y, por si fuera poco, la irrupción
de la Covid-19, con sus cientos de miles de muertos y la sanidad pública raquítica
y saqueada, mientras los negacionistas, conspiranoicos y políticos oportunistas
se adueñaban del debate público. Nuestra experiencia en Barcelona comienza con
una crisis económica y acaba con una crisis sanitaria, como atrapados en un desafortunado paréntesis de la historia. El futuro, parece, serán los fondos europeos y una
vuelta al conflicto identitario.
A veces, decía en casa, sentía que estábamos en el lugar
donde sucedían las cosas que leíamos en el periódico, con todo lo bueno y malo que
eso conlleva. Y es que, si se enturbiaba el ambiente, cortaban las avenidas del
barrio, si se celebraba algún evento, lo escuchábamos desde el balcón. Bromeaba
diciendo que, cuando andaba desde casa hasta plaza Cataluña, cruzando l’Eixample
y Plaça Universitat, podía tomarle el pulso a la ciudad, sentir su ánimo.
De puertas adentro, las cosas no han sido mucho más sencillas.
Desde que llegué a Barcelona, primero en pisos compartidos, después con mi
pareja, la vida la ha gobernado la más absoluta incertidumbre. Haciendo encaje
de bolillos para pagar el alquiler y que no falte nunca una cerveza en un bar o
en casa. Visto en retrospectiva, soy un gestor tremendamente eficaz, incapaz de ahorrar, pero
también de arruinarme.
De las doce personas con las que compartí piso, todas están
fuera de la ciudad, cada una fue renunciando, por goteo, a las motivaciones que les enrizaban
a estas calles. A veces pienso que Barcelona es como un Bing Bang que escupe a todos los que lo intentan en diferentes direcciones, alejándoles cada vez más
del punto que les unió. Los periódicos se han ido inventando ingeniosos eufemismos
para describir nuestro estilo de vida, pero lo cierto es que detrás solo está la
precariedad, el paro y los sueldos pírricos, actuales camellos de los ansiolíticos.
Vivir en pareja también ha sido una aventura. Si a mí me iba
bien, a ella mal, si ella le iba bien, era yo quien me inmolaba. Éramos el ying
y el yang, vasos comunicantes incapaces de alcanzar un equilibrio. Hemos vividos
dos ERES, una aventura sindical, ascensos a la gloria (a todo lo que puede ser
la gloria para la clase obrera) y descensos a los infiernos, y entre medio,
muchas, demasiadas renuncias. La gasolina para el día a día era que ella crecía
profesionalmente y mis libros se iban publicando, las balas en el bidón, por el
contrario, el exagerado precio de la vida, la ausencia de ahorros y una visión cortoplacista
de nuestro proyecto de vida en común.
Hemos cambiado de color como los camaleones, adaptándonos a
diferentes circunstancias, empresas y proyectos. Nos decíamos que, si nos
fusionáramos en una sola persona, seríamos un profesional perfecto para
Barcelona. Pero el hecho es que hemos sido dos, y los dos, cuando se apagaban
las luces y el otro se dormía, mirábamos al techo y sentíamos que Ítaca no
llegaba nunca. O peor, que Ítaca era una farsa con la que engañar a
ilusos para que echaran carbón a la caldera de los sueños.
Fuimos, como quien no quería la cosa, pensando en existencias
alternativas, variantes de nuestro día a día, imaginando mundos más amables,
horarios sensatos con tiempo para mirarnos a los ojos. Imaginamos paisajes
verdes, respirar el olor del mar y la montaña, ir a bares donde conocieran lo
que pedíamos en el desayuno, y por primera vez, dijimos, por qué no tener hijos
y visitar a menudo a sus abuelos y abuelas. Nos cansamos de ir con la lengua
fuera, inmersos en el estrés de la ciudad y del trabajo, obligados por sus
distancias y horarios inhumanos, estafados en cualquier bar, asqueados de su
desigualdad, de la ingratitud con sus vecinos y vecinas, del abandono de sus
mayores, hastiados de tan pocas conquistas sociales. Llegamos a comernos la
ciudad, pero fue la ciudad quien nos devoró a nosotros. Solía decir que cada
ciudad es lo que uno quiere que sea, pero lo cierto es que somos lo que nos
dejan ser. Cuando decían eso del precio de la vida, se referían a que la
banca siempre gana. Como Belcebú, o se lleva tu dinero, o se te lleva tu alma.
Con todo, es fascinante el magnetismo de estas calles. Me cuesta
escribir este epílogo y trago saliva ante el mosaico de mi memoria, que ha ido
demorando este texto hasta que ya casi no queda margen, como aquel que se
resiste al fin el amor y espera que reverdezca. Pero la tierra está marchita y
la hoja muerta. No es de extrañar esta resistencia absurda, Barcelona tiene un
aura que hechiza, un paisaje espectacular enclavado entre el mar y la montaña. Es
un ente orgánico y multiforme donde cultura y tradición se mezcla con negocios,
turismo de masas y la obsesión por el viejo sueño europeo. Un espacio donde lo oficial
y lo subversivo conviven, donde el paisaje muta de barrio a barrio e incluso de
calle a calle, los idiomas conviven, y en una noche puede pasar de todo. Es
ingobernable, ni alcaldes de un signo ni alcaldesas de otro tienen la fuerza de
invertir sus dinámicas, ni siquiera el capital, auténtico motor de sus cambios,
puede controlarla plenamente. Surgen movimientos alternativos, causas
compartidas, resistencias desde su ombligo. Barcelona no es de nadie, y eso es estupendo,
pero no es de todos, y eso es un drama. Expulsa a la gente sin misericordia.
Barcelona no espera, su motor siempre está en marcha, siguiendo el rumbo programado.
Yo un día subí como subió Leo DiCaprio al Titanic, a lo loco y con un boleto ganado a la suerte. He sentido estas calles como propias, pateado sus enormes avenidas, cerrados sus bares, gozado sus terrazas, me ha encandilado sus cines, sus salas y museos, y me ha fascinado sus gentes, su mezcolanza, su tremendo amor propio. Aquí he vivido y he amado, y me he enamorado. Y ahora que, tras una década, detrás de Montjuic, del Parc Güell y de los fascinantes bunkers del Carmel, como los emisarios de ¡Viven!, solo veo más y más montañas, decido tomar un atajo que me lleve a las bucólicas praderas del final del camino.
Jamás pensé en
todo lo que había detrás de aquel vuelo que en agosto de 2009 me trajo a esta
ciudad. No sé qué pensaría aquel joven del que soy ahora, de lo que hice todos
estos años. Hice lo que pude, y ojalá no le haya decepcionado. Yo sí sé una cosa, estoy muy
orgulloso de él.
Ha sido un viaje tremendo, el viaje de mi vida.
Barcelona, t’estimo.