Hay veces que, cuando me despierto, me tomo el café, acudo a mi despacho y ya escucho el ruido. Es un sonido latente, que está, pero no está. Se instala bajo el rumor de los coches y de todas las personas que van con esa furia injustificada al trabajo. Se hibrida con el zumbido de los mensajes del móvil y los emails del trabajo, como un goteo continuo. Se distingue, si te concentras, entre los mails, las notificaciones de las redes, los WhatsApp o el timbre cuando vienen de Correos y tienen urgencia porque queda mucho por repartir, toda la mañana, y hay que ver que no atiendes rápido y eso que han llamado y nadie, nadie, absolutamente nadie contesta. Se acrecienta luego cuando ves las facturas que llegan tras otro aviso en el móvil, y también aumenta en el supermercado, más allá del hilo musical, cuando ves que el ticket de la compra cada vez es más caro y te preguntas si podrás pagar toda una vida esas compras y si podrás también hacer frente al alquiler, si no pasará que un día enfermas, enfermas de verdad, y como eres autónomo se corten de inmediato los ingresos y entonces tengas que pensar en volver a la casa de tus padres o a cualquier otro sitio donde puedas volver, si es que puedes volver ya a algún sitio. Escuchas ese sonido, a veces continuo, a veces intermitente, en segundo plano cuando vas al río a correr, como acompañando una orquesta que empieza con el piar de los pájaros y las familias celebrando cumpleaños, y continua con la música en el parque de los skaters, o bajo el trotar de esa marabunta de runners que corren apresurados porque no tienen tiempo, porque el reloj les ahoga como un soga inclemente, y solo cuentan con una hora antes de la cena, para luego acostar a los niños y ponerse una película que les ayude a olvidar el trabajo y les engulla otra realidad que no sea la suya. Sigue presente ese runrún al volver a casa con los riders que van y vienen, el castañeo de los cascos de cervezas en los bares, los camiones de la basura, los que empiezan el turno de noche o los que estrujan el plástico del ansiolítico antes de la cena. Está ahí ese sonido, arbitrario, antojadizo, que solo suele acallarse cuando por fin voy al sofá y leo. Solo entonces siento que se para el mundo, que por fin se hace el silencio. Pero entonces abro el último libro de Diego Sánchez Aguilar y va precisamente de ese ruido, de ese pitido ininteligible que emite este mundo loco y absurdo que se dirige consciente hacia el colapso, va de esa gente que lo asume y de esa otra que lucha sin esperanza, de la angustia de la expectativas, de la mentira de la meritocracia, de la vejez que no se tolera y de la niñez que no se respeta, de la política que es marketing y de las empresas que trituran a la gente, va de ese mundo de ahí fuera que tan poco, poquísimo me gusta, de eso va y leo, y más que leo devoro y entonces lo que no era ruido se convierte en un sonido de páginas que pasan, una, otra y otra, y así hasta el final y aplaudo y a veces río como un loco y pienso que menos mal que estoy solo, pero que ya era hora, ya era la jodida hora de que un libro hablara de todo ese ruido que tenemos ahí instalado y no nos deja ser felices, de esa ansiedad que nos devora, y acabo el libro y voy corriendo como extasiado pero también como iluminado, agotado pero también esperanzado, hasta el espejo del baño, y entonces me doy cuenta, no sé si alegre o con pena, puede que las dos cosas: yo también soy de los que escuchan.
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