El joven deambulaba entre la lectura y el sueño sobre el
libro de texto cuando dobló con el codo la página que estaba leyendo de manera
que, apaisándose con la siguiente, la Historia era capaz de leerse de nuevo y
ya no resultaba la que decía ser, sino otra completamente diferente. Así sucedía
siempre que repitiera el procedimiento con las hojas de dos en dos, como si el
pasado pudiera resumirse en la mitad de tiempo de una forma desconocida. El
joven quedó atrapado con todo lo que acontecía detrás del telón, y no lograba
parar de leer. Tampoco quería, pues estaba sabiendo de guerras que no eran la
suya, de secretos de estado y de visiones panorámicas. Buscó en los créditos el
nombre de la editorial pero su libro parecía creado por fantasmas y no halló ni
una sola referencia. No era nuevo, lo había heredado del amigo de un amigo al
que ya había perdido la pista. Se preguntaba si no era eso precisamente la Historia,
una herencia caprichosa a la que no había más remedio que esforzarse en
interpretar si se quería saber, por fin, qué demonios era lo que estaba
sucediendo.
domingo, 30 de septiembre de 2012
miércoles, 26 de septiembre de 2012
La foto del momento
Mientras el encapuchado y los tres policías golpeaban al
manifestante en la espalda y en el cráneo y en las piernas y en otros lugares
de su cuerpo, mientras éste se acurrucaba y se volvía sobre sí mismo con un sucio
ovillo de lana, el fotógrafo, a un lado
de la reyerta, pensaba que por fin había captado la esencia de lo que allí
estaba sucediendo, que quizás con esa fotografía su carrera podría ser más
notoria, que el verdadero conflicto social lo estaba retratando él, que por una
vez, el mundo, debería darle las gracias.
miércoles, 19 de septiembre de 2012
Un momento de gloria
Todos los niños han tenido alguna vez la oportunidad de ser
héroes jugando al fútbol. Todos, al menos en una ocasión, en una mísera jugada
de un triste partido, por talento, por
permanecer al lado del poste hasta cazar algún rebote o porque el balón golpeó
en sus cabezas cuando iba dirigido a algún otro destinatario, todos, han metido
un gol que les ha llevado a la gloria. A una gloria efímera y olvidadiza, sí,
pero gloria al fin y al cabo. Eso nos ha sucedido a todos alguna vez a
excepción de mi hijo, cuya oportunidad no ha llegado hasta hoy. Ocho años ha
tenido que esperar él, y dos años yo deambulando por campos de mala muerte de
toda la provincia. Un dineral en cuotas, matrículas y desplazamientos. Y
también el tiempo de hacer los bocadillos de chóped para después de los
partidos. Pese a todo el esfuerzo, él no parece haber descubierto aún sus
verdaderas capacidades. Tiene cuerpo para más de lo que da, un cuerpo
fortachón, apto para ser un mediocentro defensivo o un central contundente o,
por qué no, un delantero tanque, a lo Jose Mari*.
Pero no, a Luisito siempre le entusiasmaron más los camiones
de bomberos, no sé qué le ha dado al chaval con los dichosos camioncitos. Hasta
en clase responde que le gustaría ser conductor de un camión de bomberos cuando sea mayor. No
uno comercial, no, sino de bomberos. Maldito el día en que le regalé una
réplica de juguete. Incluso cuando vamos al estadio, se queda mirando desde el
graderío en dirección al parking, a ver si aparecen sus amigos los bomberos.
Los saluda sacudiendo las dos manos y le tiemblan hasta las piernas. Como si esa
profesión fuera la panacea.
Y lo único que ha sido la panacea aquí es el partido de
hoy. He de confesar que lo he vivido con una emoción creciente. Primero, porque
Luisito no jugaba y siempre es extraño ver un partido en el que no juega tu hijo. Por
extraño no me refiero a que Luisito juegue habitualmente, ya que sólo es
titular uno de cada cuatro partidos, sino por las diferentes sensaciones que me
invaden. Por un lado, quiero que su equipo gane, por esos padres con los que
comparto sufrimiento cada domingo y por la felicidad de los chavales, incluso
la de Luisito, al que tienen que sacudirle con el codo cada vez que meten gol
porque él sigue entusiasmado con su camión en miniatura. Por otro lado, quiero
que pierdan por goleada y que el equipo inicial la fastidie y entonces el
entrenador se enoje y empiece a dar oportunidades a los menos habituales y, por
fin, le deje entrar un tiempo a él.
Lo malo es que remontar en esas circunstancias es complicado
y a Luisito lo pone cada vez en una posición diferente y así no hay quién rinda.
Normal que se desconcierte. Al chaval me lo tienen mareado tácticamente y es
imposible inculcarle amor por el juego. Ni siquiera mis sesiones alternativas de
entrenamiento en el parque dos veces por semana le han valido para ello. Pero
lo ves correr, y aunque no sea muy hábil, sí que coordina bien las zancadas y
se posiciona en lugares que la mayoría de los niños a su edad no se posicionan.
No sé si es por desinterés en el juego o porque verdaderamente tiene una
concepción del espacio privilegiada. Es tan perezoso el talento. El entrenador debería descubrirlo, pero
sinceramente, este hombre es un inepto.
Ha tenido que pasar de todo para que Luisito por fin pueda
demostrar su valía. Para empezar que jugáramos un campeonato por eliminatorias.
En una liguilla nunca hubiera sucedido lo de hoy. Después, que nadie metiera gol en los cuarenta
minutos que dura el partido, que el entrenador mirara el banquillo y después de
dos cambios se fijara en Luisito, que saliera el chiquillo al campo, que persistiera
el mismo resultado diez minutos más tarde y que finalmente, se llegaran a los
penaltis. Y como aquí las porterías son inmensas, basta con tirar a uno de los
dos lados y estos porteros tan pequeños apenas llegan a intuir dónde va a ir la
pelota. Y mucho menos a pararlo.
Así, han ido metiendo gol todos los que lanzaban. Uno, otro,
y otro más, y hasta siete de los nuestros y siete de los suyos. Al octavo, uno
del equipo rival ha fallado. El pobre chaval ha tirado tan mal que la pelota
casi llega al saque de banda. Entonces, ha sido cuando el entrenador ha mirado a
los que quedaban y ha señalado a Luisito. Estaba con la mirada perdida y la
baba cayéndole por la barbilla. Creo que éste puede ser un punto de inflexión
para él y su carrera. De meter gol, jugaría con mayor continuidad y sería bien
considerado por el entrenador y sus compañeros por saber manejar los momentos
de presión. En eso siempre ha sido bueno, quizás por eso lo de ser bombero. Cuando
alguna vez he ido a tirarle de la oreja, siempre ha mantenido la sangre fría e
incluso ha terminado esquivándome y huyendo a un paradero desconocido. Ahora lo
ves dirigirse a la pelota y parece que la cosa no fuera con él. La ha colocado
mal, pero es que le da igual. Recuerda a los jugadores tipo Signori o Van
Basten, que siempre sabían mantener la frialdad desde el punto fatídico. Luisito
mira atrás antes de lanzar buscando mi mirada, pero yo, para no
desconcentrarle, me escondo y lo dejo abstraerse. Mi hijo coge carrera
torpemente y se dirige veloz hacia la pelota. Todos piensan que va a fallar,
pero yo sé que no, que no puede escapar de su destino. La gloria le está
esperando.
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* Jose Mari es un delantero centro que actualmente juega en el Xerez Club Deportivo, que milita en 2ª división A de la Liga Española de fútbol.
viernes, 7 de septiembre de 2012
El manifestante
Los responsables de la manifestación recibieron el papel con
un seudónimo y las nueve cifras de un número de teléfono que parecían combinarse
de manera estética, cobrar más sentido que nunca. Ya tenían a su hombre. Habían
tirado de hemeroteca para comprobar que era algo más que una leyenda y ahí
estaba, unas veces con barba y otras con el peso raso, a veces gordo y otras
delgado, con sombrero, con cadenas alrededor del cuello, sosteniendo un
megáfono, con aspecto de leñador impasible, con clara esencia progre; su hombre
camaleón organizaba las manifestaciones sin aparentar hacerlo y sabía manejar
al rebaño. Era un domador de ideas. Luego rastrearon su identidad y, como
tantos otros, sólo hallaron un vacío insultante. Lo único que conocían eran los
resultados: cómo la personalidad del gentío mutaba al antojo de aquel señor y cómo
era capaz de volver una manifestación enrarecida, virulenta, ordenada, silenciosa,
acaparar más o menos portadas según conviniera al cliente. Podían pagar para
amortiguar el eco de una protesta, como elemento de dispersión, para lucirla
intrascendente como una concentración de zombis, con el fin de crear el enésimo
acontecimiento mediático o para establecer un ejemplo de protesta cívica. Por
un módico precio, también podían recurrir a la violencia. Se decía que manejaba
entre quince y cincuenta hombres según encargo, y que los disponía estratégicamente,
cambiando su metodología según la naturaleza protestante. Se habían servido de
una sociedad confusa para establecerse en la vida. La delicada situación del
país les había procurado mejores dividendos y ahora casi tenían que rechazar
ofertas, aceptar sólo las del mejor postor. Su sector estaba en auge y libre de
competencias. Nadie se había quejado de un trabajo mal hecho. El anonimato
requería de una presencia sigilosa y mutante, y por eso él era el único
negociante y la cabeza visible, al final, la cabeza de un fantasma. Los responsables de la manifestación marcaron
el número indicado y se sorprendieron cuando una voz de apariencia amable les contestaba
al otro lado del hilo telefónico: “Y bien señores, ¿Cuánto están dispuestos a
pagar?”.
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