Todos los niños han tenido alguna vez la oportunidad de ser
héroes jugando al fútbol. Todos, al menos en una ocasión, en una mísera jugada
de un triste partido, por talento, por
permanecer al lado del poste hasta cazar algún rebote o porque el balón golpeó
en sus cabezas cuando iba dirigido a algún otro destinatario, todos, han metido
un gol que les ha llevado a la gloria. A una gloria efímera y olvidadiza, sí,
pero gloria al fin y al cabo. Eso nos ha sucedido a todos alguna vez a
excepción de mi hijo, cuya oportunidad no ha llegado hasta hoy. Ocho años ha
tenido que esperar él, y dos años yo deambulando por campos de mala muerte de
toda la provincia. Un dineral en cuotas, matrículas y desplazamientos. Y
también el tiempo de hacer los bocadillos de chóped para después de los
partidos. Pese a todo el esfuerzo, él no parece haber descubierto aún sus
verdaderas capacidades. Tiene cuerpo para más de lo que da, un cuerpo
fortachón, apto para ser un mediocentro defensivo o un central contundente o,
por qué no, un delantero tanque, a lo Jose Mari*.
Pero no, a Luisito siempre le entusiasmaron más los camiones
de bomberos, no sé qué le ha dado al chaval con los dichosos camioncitos. Hasta
en clase responde que le gustaría ser conductor de un camión de bomberos cuando sea mayor. No
uno comercial, no, sino de bomberos. Maldito el día en que le regalé una
réplica de juguete. Incluso cuando vamos al estadio, se queda mirando desde el
graderío en dirección al parking, a ver si aparecen sus amigos los bomberos.
Los saluda sacudiendo las dos manos y le tiemblan hasta las piernas. Como si esa
profesión fuera la panacea.
Y lo único que ha sido la panacea aquí es el partido de
hoy. He de confesar que lo he vivido con una emoción creciente. Primero, porque
Luisito no jugaba y siempre es extraño ver un partido en el que no juega tu hijo. Por
extraño no me refiero a que Luisito juegue habitualmente, ya que sólo es
titular uno de cada cuatro partidos, sino por las diferentes sensaciones que me
invaden. Por un lado, quiero que su equipo gane, por esos padres con los que
comparto sufrimiento cada domingo y por la felicidad de los chavales, incluso
la de Luisito, al que tienen que sacudirle con el codo cada vez que meten gol
porque él sigue entusiasmado con su camión en miniatura. Por otro lado, quiero
que pierdan por goleada y que el equipo inicial la fastidie y entonces el
entrenador se enoje y empiece a dar oportunidades a los menos habituales y, por
fin, le deje entrar un tiempo a él.
Lo malo es que remontar en esas circunstancias es complicado
y a Luisito lo pone cada vez en una posición diferente y así no hay quién rinda.
Normal que se desconcierte. Al chaval me lo tienen mareado tácticamente y es
imposible inculcarle amor por el juego. Ni siquiera mis sesiones alternativas de
entrenamiento en el parque dos veces por semana le han valido para ello. Pero
lo ves correr, y aunque no sea muy hábil, sí que coordina bien las zancadas y
se posiciona en lugares que la mayoría de los niños a su edad no se posicionan.
No sé si es por desinterés en el juego o porque verdaderamente tiene una
concepción del espacio privilegiada. Es tan perezoso el talento. El entrenador debería descubrirlo, pero
sinceramente, este hombre es un inepto.
Ha tenido que pasar de todo para que Luisito por fin pueda
demostrar su valía. Para empezar que jugáramos un campeonato por eliminatorias.
En una liguilla nunca hubiera sucedido lo de hoy. Después, que nadie metiera gol en los cuarenta
minutos que dura el partido, que el entrenador mirara el banquillo y después de
dos cambios se fijara en Luisito, que saliera el chiquillo al campo, que persistiera
el mismo resultado diez minutos más tarde y que finalmente, se llegaran a los
penaltis. Y como aquí las porterías son inmensas, basta con tirar a uno de los
dos lados y estos porteros tan pequeños apenas llegan a intuir dónde va a ir la
pelota. Y mucho menos a pararlo.
Así, han ido metiendo gol todos los que lanzaban. Uno, otro,
y otro más, y hasta siete de los nuestros y siete de los suyos. Al octavo, uno
del equipo rival ha fallado. El pobre chaval ha tirado tan mal que la pelota
casi llega al saque de banda. Entonces, ha sido cuando el entrenador ha mirado a
los que quedaban y ha señalado a Luisito. Estaba con la mirada perdida y la
baba cayéndole por la barbilla. Creo que éste puede ser un punto de inflexión
para él y su carrera. De meter gol, jugaría con mayor continuidad y sería bien
considerado por el entrenador y sus compañeros por saber manejar los momentos
de presión. En eso siempre ha sido bueno, quizás por eso lo de ser bombero. Cuando
alguna vez he ido a tirarle de la oreja, siempre ha mantenido la sangre fría e
incluso ha terminado esquivándome y huyendo a un paradero desconocido. Ahora lo
ves dirigirse a la pelota y parece que la cosa no fuera con él. La ha colocado
mal, pero es que le da igual. Recuerda a los jugadores tipo Signori o Van
Basten, que siempre sabían mantener la frialdad desde el punto fatídico. Luisito
mira atrás antes de lanzar buscando mi mirada, pero yo, para no
desconcentrarle, me escondo y lo dejo abstraerse. Mi hijo coge carrera
torpemente y se dirige veloz hacia la pelota. Todos piensan que va a fallar,
pero yo sé que no, que no puede escapar de su destino. La gloria le está
esperando.
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* Jose Mari es un delantero centro que actualmente juega en el Xerez Club Deportivo, que milita en 2ª división A de la Liga Española de fútbol.
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