Los responsables de la manifestación recibieron el papel con
un seudónimo y las nueve cifras de un número de teléfono que parecían combinarse
de manera estética, cobrar más sentido que nunca. Ya tenían a su hombre. Habían
tirado de hemeroteca para comprobar que era algo más que una leyenda y ahí
estaba, unas veces con barba y otras con el peso raso, a veces gordo y otras
delgado, con sombrero, con cadenas alrededor del cuello, sosteniendo un
megáfono, con aspecto de leñador impasible, con clara esencia progre; su hombre
camaleón organizaba las manifestaciones sin aparentar hacerlo y sabía manejar
al rebaño. Era un domador de ideas. Luego rastrearon su identidad y, como
tantos otros, sólo hallaron un vacío insultante. Lo único que conocían eran los
resultados: cómo la personalidad del gentío mutaba al antojo de aquel señor y cómo
era capaz de volver una manifestación enrarecida, virulenta, ordenada, silenciosa,
acaparar más o menos portadas según conviniera al cliente. Podían pagar para
amortiguar el eco de una protesta, como elemento de dispersión, para lucirla
intrascendente como una concentración de zombis, con el fin de crear el enésimo
acontecimiento mediático o para establecer un ejemplo de protesta cívica. Por
un módico precio, también podían recurrir a la violencia. Se decía que manejaba
entre quince y cincuenta hombres según encargo, y que los disponía estratégicamente,
cambiando su metodología según la naturaleza protestante. Se habían servido de
una sociedad confusa para establecerse en la vida. La delicada situación del
país les había procurado mejores dividendos y ahora casi tenían que rechazar
ofertas, aceptar sólo las del mejor postor. Su sector estaba en auge y libre de
competencias. Nadie se había quejado de un trabajo mal hecho. El anonimato
requería de una presencia sigilosa y mutante, y por eso él era el único
negociante y la cabeza visible, al final, la cabeza de un fantasma. Los responsables de la manifestación marcaron
el número indicado y se sorprendieron cuando una voz de apariencia amable les contestaba
al otro lado del hilo telefónico: “Y bien señores, ¿Cuánto están dispuestos a
pagar?”.
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