sábado, 27 de mayo de 2017

El éxito

Ayer, a raíz de un debate surgido de la reflexión de un amigo, hablaba con mi mujer en la terracita de casa mientras tomábamos cerveza acerca del éxito. El ÉXITO, así, con mayúsculas. O sobre el éxito y el mérito, para ser exactos. El éxito de perseguir aquello que te propones, el mérito de al menos intentarlo, el más difícil todavía; conseguirlo.

La búsqueda del éxito se ha convertido en el motor de nuestras vidas. No es tan contemporáneo como parece, en las películas clásicas, es el sueño de la chica de pueblo que pretende conquistar la industria de Hollywood, en la sociedad actual, triunfar con tu empresa, conseguir un buen sueldo, rodearte de lujo y comodidades. Existe una presión social que estigmatiza nuestras vidas alrededor de un éxito casi siempre grandilocuente. No nos vale con un éxito íntimo y sentimental, tiene que ser, además, socialmente aceptado. Cuanto más te haya costado llegar al éxito, cuanta más competencia hayas dejado atrás, más te aplaudirán. Si el éxito te llega rodado, sentirás rencor en el ambiente. ¡Ha tenido el tesón de conseguirlo! o ¡Míralo, si sólo ha tenido suerte! dirán según las circunstancias. O como decía la frase: “Cuando quieras emprender algo, habrá mucha gente que te dirá que no lo hagas; cuando vean que no pueden detenerte, te dirán cómo tienes que hacerlo; y cuando finalmente vean que lo has logrado, dirán que siempre creyeron en ti”.

Hay decenas de recetas para alcanzar el éxito y la felicidad, la mayoría asociadas al esfuerzo, el trabajo y el sacrificio. Y así nos vamos midiendo en reuniones sociales, en base a un sistema meritocrático, si bien no está oficialmente implantado, lo llevamos inserto en el cerebro. ¿Estos amigos tienen éxito? Y estos desconocidos... ¿cuan cerca o lejos están del éxito?

A lo largo de mi vida, he visto muchas personas alcanzar este tipo de éxito y, después de encontrarse un páramo tras su promesa de plenitud, intentar volver a tiempos pretéritos. No es baladí que nuestros mayores vayan por la vida desprovistos de lujos, como queriéndose resumir en lo esencial. Les basta con ver a sus familias, con disfrutar la naturaleza, con compartir mesas redondas, ver una película y emocionarse, escuchar las canciones que les hicieron sentir especiales. Para todo eso, sorpresa, no hacen falta grandes rentas, ni posición social, ni consideraciones externas, ni haber conquistado ningún éxito. Para esa gran mayoría de cosas, basta con existir y tu único mérito es haber sobrevivido.  

Me pregunté dónde estaría yo si fuera exitoso. Si tuviera, pongamos, dos o tres libros más publicados, si trabajara en una empresa de prestigio internacional, si tuviera una casa en propiedad, si un chófer me llevara al punto que quisiera de la ciudad o  tuviera la colección de vinilos más grande de la historia. Y si pudiera elegir un solo sitio, una sola actividad y una sola compañía, si pudiera capitalizar mi éxito como quisiera, estaría hablando con mi mujer y tomándome una cerveza tranquilamente en la terracita de casa.

El éxito fue ayer y no nos estamos dando cuenta.



miércoles, 10 de mayo de 2017

Siempre nos quedará París

Hoy he jubilado este tarjetero. Lo he usado estos últimos años pero ya no da más de sí. Se cae a pedazos. Era de mi abuelo. Guardo en la memoria la imagen de él doblando escrupulosamente los billetes y metiéndolos dentro. No es de extrañar, le acompañaba al banco cada semana. Contando y ordenando billetes era el mejor. 

Para todo lo demás, en su opinión, el mejor era yo. Daba igual la disciplina a la que me dedicara. Si era químico era el mejor, si jugaba al fútbol era Maradona, si era guía de bodegas era inigualable, si no hacía nada, también era el mejor. Cuando descubrió que escribía, por supuesto, me convertí en su escritor favorito. Me decía que iba a llegar muy lejos, que iba a conquistar el mundo, que iba a vender muchos libros, que no tenía la más mínima duda. 


Puede que esa fe tan irracional como inquebrantable sea a lo que me he aferrado todos estos años para seguir escribiendo. Hoy, que voy a París a comentar el "Yo, precario" con un grupo de alumnos de filología que han tenido el valor de traducirlo al francés, siento que, como un equipo, estamos un paso más cerca en nuestro propósito de conquista. 

C'est pour toi, grand-père.

 


lunes, 3 de abril de 2017

Dinero

Andaba yo ensimismado en mis cosas, ya a punto de salir del tren cuando un señor mayor me llamó de una voz, "¡JEFE!", dijo. Tendría unos setenta años. Yo ya sabía que algo me había dejado en el asiento, porque vivo con la sensación de ir dejándome todo por los sitios que paso (la chaqueta, la bufanda, la nevera del tupper, el tiempo, la vida). Con los años he aprendido a vivir con ello, y a veces ignoro esa voz que insiste en que gire la mirada una y otra vez. El hombre no tenía mi bufanda ni mi nevera del tupper, sino un billete de diez euros. Así, en su mano, también podría ser suyo. La única prueba de que era mío era su palabra. Eligió avisarme y en el momento de la entrega todo el vagón nos miraba con una mezcla entre asombro y incredulidad. "Gracias", le dije. El hombre volvió a su asiento como si mi gratitud le incomodara. Cuando bajé del tren, a través del espejo, pude ver su mirada perdida, vete tú a saber en qué lugar. No me va a cambiar la vida estos diez euros ahora sí en mi bolsillo, ni a él se la hubiera cambiado, pero su gesto tiene sentido en una sociedad que parece haber vendido su alma y en un escenario donde todos le miraban como a un incomprendido. A mí, sin embargo, me daba la sensación de que era el único que lo había comprendido todo. El dinero, per se, no vale nada.



miércoles, 22 de marzo de 2017

Dulce condena

Decía el otro día Fernando Savater que llevaba dos años más muerto que vivo, en un magistral artículo donde describía la vida sin su pareja. Se sentía como un condenado en el purgatorio, todavía inconsciente de su condición de muerto. Iban desapareciendo de su mirada, poco a poco, sus objetos más preciados, desprovistos de interés. Revisitar sus placeres sólo le provocaba una incómoda nostalgia. A él, un cinéfilo empedernido, ahora no le drenaba savia nueva las películas, a él, lector voraz donde los halla, los libros le parecían simples folletines, las series, una novedad de escaso interés, la vida, una prórroga que nadie había pedido jugar.

Yo llevo un tiempo conviviendo con una sensación inversa, como si estuviera descubriendo una realidad que no es la mía. Siento que me importa mucho más el mundo a ochenta años vista que este puerco presente.  De repente, tengo lentes de largo alcance: qué va a pasar con el cambio climático, me pregunto, ¿conseguiremos de una vez un mundo con mujeres y hombres en igualdad? ¿en qué estado están las cuentas de los ayuntamientos del sur? ¿qué será de la educación pública? Y me suceden cosas aún peores, ya no paso de página cuando la revista llega a la sección familia, mi casa parece otra donde hay demasiados picos donde tropezarse, me emociono con los vídeos de padres que regresan de la guerra, me preocupa la programación de dibujos de la tele, volvería al sur cada fin de semana. El mismo que no quería llegar a viejo senil, ahora no tendría reparos en mirar a los ojos a la eternidad.

Y no es de extrañar, llevas ya un año con nosotros.



*A mi sobrino Pablo




miércoles, 8 de marzo de 2017

Breve encuentro

Lleno de bártulos como estoy, con el abrigo en una mano, el bolso del tupperware en la otra y la bufanda ya absuelta de la condena de mi cuello, para mí es un alivio llegar a sostener la puerta del bloque antes de que se cierre por la inercia de quien la ha abierto antes, y no tener así que rebuscarme en las entrañas del bolsillo para sacar la llave y repetir la operación. Me apresuro y consigo entrar en el portal, a duras penas, después de una agotadora jornada de trabajo.

La que ha empujado antes la puerta ha sido la vecina del sexto. La reconozco por la voz, pues está hablando justo en este momento por el móvil. Es la misma voz que se enojó conmigo, a través del telefonillo, una vez que me dejé la puerta del ascensor abierta en nuestro piso del ático. Aún recuerdo sus gritos: "¡Es que no tienes cuidado! ¡No sabes ni cerrar una puerta!". Claro, aquel día todos los vecinos tuvieron que subir andando. Desde entonces no la he vuelto a escuchar. Una conversación serena quedó pendiente. Será por eso que cuelga el teléfono y me analiza detenidamente.

Sí, soy yo, el que se deja las puertas abiertas, intento hacerle entender con la mirada. Si tienes que algo que reprochar, dilo ahora o calla para siempre. El ascensor tarda en bajar y ella permanece inquieta conmigo en el rellano, como muerta de vergüenza después de aquellos gritos que me profirió. Mujer, no es para tanto, siento la tentación de decirle, pero también yo siento vergüenza. Cometí un error, ella cometió otro, y bueno, ambos se anulan, ya está. Ya podemos hablar del tiempo, de la compra, de que cerró la peluquería, de la vida en el barrio. Ya fue.

Pero ella sigue sin decir ni pío, incapaz de tener un gesto de cortesía, quizás aún rencorosa. ¿Tanto le pudo haber afectado subir andando? ¿Venía cansada aquella noche? ¿Borracha?  El ascensor y nada más. Voy al último, digo, pero ella no responde. Mutis. Pulsa el sexto y se acabó. Me sitúo en el extremo del ascensor, como un niño castigado en el colegio, mirando hacia el suelo. Los pisos pasan con una lentitud exasperante. Entresuelo, uno, dooos, treeeees, cuaaaaaaaatro, ciiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinco, pordiosqueseacabeyaestemomento. Seis.

"Ciao", dice. Su adiós suena aliviado, como a disculpa.

Y por fin entiendo. Ni se acordaba de mí. Claro, nunca me ha visto antes en persona. Solo aquella discusión vía interfono. Cómo saber que era yo, el de la voz andaluza, este mismo hombre del abrigo que viene acelerado. Cómo distinguir a quien nunca viste en persona. La vecina sólo ha visto un hombre apresurándose por entrar a la par de ella en el edificio. Solo ha visto un hombre que quería montar en su mismo ascensor. Sólo ha visto un hombre que quería hacer su mismo recorrido. Solo ha recordado las noticias durante estos primeros meses del año, las páginas de sucesos, las estadísticas de la radio, las necrológicas. Solo ha sentido miedo.




#NiUnaMenos  



martes, 7 de marzo de 2017

Corte a medida


Barcelona es maravillosa, sí, pero es una ciudad difícil, a menudo hostil, mucha veces insoportable. Hay que trabajarse su amor. El barrio en el que vivo es buen ejemplo de ello. Cuando llegué, todos los bares parecían los bares de otro, los comercios, comercios para otros, las calles parecían para otros pies. Sólo me encontraba a gusto en casa, entre montaña de libros, escuchando mis vinilos y mirando desde la terraza ese juego de luces con los que los bloques transmiten su desconcierto. La gente va y viene en este ascensor de dos millones de personas donde a nadie le importa el clima.

Poco a poco, me he ido obligando a integrarme en el barrio. Ahora tengo mi Paki de urgencia, el parque donde salgo a hacer running, mi parada de autobús, mi chófer favorito y hasta una panadería con dos cruasanes de mantequilla por el precio de uno. Incluso voy a entregar mi voto al colegio electoral justo enfrente de casa. Pero no fue hasta que no tuve mi propio peluquero que no me sentí parte del barrio. Él es un hombre regordete, con rizos acaracolados y un rostro que conserva, con insultante naturalidad, el brillo de la juventud. Aunque la primera vez fue frío como un témpano de hielo, nos fuimos haciendo el uno al otro. No es de extrañar, en las peluquerías no me gusta hablar. Tic, tac mientras el clic, clac, y otra cosa. Pero no se trata de una peluquería cualquiera, en ésta he escuchado música folk y Queen, Manel y Nina Simone, Oasis y Estopa. El artesano de las tijeras es un heterodoxo con el que se puede hablar de sociología, del mercado de trabajo, del paso del tiempo y hasta del sempiterno conflicto nacionalista. Un día hablamos de nuestras mujeres y de cuáles eran sus restaurantes favoritos. Trapicheamos con nuestros mejores planes para sorprenderlas, con la camaradería propia de los amigos que se cuentan sus más íntimos secretos. Me confesó que vivía en Hospitalet, que le gustaba pasear por el mar con sus hijos, que tenía miedo a la gentrificación del barrio.

Hoy, como cada vez que el pelo me acaricia la nuca, volví a visitarlo. Pero ya no estaba. Donde me cortaba el pelo, ahora había un cartel que ponía, “se traspasa”. Tan frío como vino, se fue. He encogido mis ojos para ver, tras el cristal, el reflejo de una escoba barriendo el tiempo perdido.