martes, 7 de marzo de 2017

Corte a medida


Barcelona es maravillosa, sí, pero es una ciudad difícil, a menudo hostil, mucha veces insoportable. Hay que trabajarse su amor. El barrio en el que vivo es buen ejemplo de ello. Cuando llegué, todos los bares parecían los bares de otro, los comercios, comercios para otros, las calles parecían para otros pies. Sólo me encontraba a gusto en casa, entre montaña de libros, escuchando mis vinilos y mirando desde la terraza ese juego de luces con los que los bloques transmiten su desconcierto. La gente va y viene en este ascensor de dos millones de personas donde a nadie le importa el clima.

Poco a poco, me he ido obligando a integrarme en el barrio. Ahora tengo mi Paki de urgencia, el parque donde salgo a hacer running, mi parada de autobús, mi chófer favorito y hasta una panadería con dos cruasanes de mantequilla por el precio de uno. Incluso voy a entregar mi voto al colegio electoral justo enfrente de casa. Pero no fue hasta que no tuve mi propio peluquero que no me sentí parte del barrio. Él es un hombre regordete, con rizos acaracolados y un rostro que conserva, con insultante naturalidad, el brillo de la juventud. Aunque la primera vez fue frío como un témpano de hielo, nos fuimos haciendo el uno al otro. No es de extrañar, en las peluquerías no me gusta hablar. Tic, tac mientras el clic, clac, y otra cosa. Pero no se trata de una peluquería cualquiera, en ésta he escuchado música folk y Queen, Manel y Nina Simone, Oasis y Estopa. El artesano de las tijeras es un heterodoxo con el que se puede hablar de sociología, del mercado de trabajo, del paso del tiempo y hasta del sempiterno conflicto nacionalista. Un día hablamos de nuestras mujeres y de cuáles eran sus restaurantes favoritos. Trapicheamos con nuestros mejores planes para sorprenderlas, con la camaradería propia de los amigos que se cuentan sus más íntimos secretos. Me confesó que vivía en Hospitalet, que le gustaba pasear por el mar con sus hijos, que tenía miedo a la gentrificación del barrio.

Hoy, como cada vez que el pelo me acaricia la nuca, volví a visitarlo. Pero ya no estaba. Donde me cortaba el pelo, ahora había un cartel que ponía, “se traspasa”. Tan frío como vino, se fue. He encogido mis ojos para ver, tras el cristal, el reflejo de una escoba barriendo el tiempo perdido.



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