De repente, la gente se evaporaba. No ya sus ideas, que siempre habían sido siempre lo suficientemente vaporosas, tampoco sus intenciones, ni sus aspiraciones o sus ensoñaciones, se trataba de su “yo” físico, los cuerpos que, sin previo aviso, pasaron progresivamente a estado gaseoso por sublimación.
Fue difícil adaptarse al nuevo estado de la materia. Nadie tuvo esa estación de paso que sería vivir en estado líquido. La multitud, casi abrasada por las temperaturas, por el ardor que bullía en su interior o por una mezcla de ambas cosas, se fue volviendo gas de manera inexorable en apenas un mes de tiempo y el tiempo pasó a ser vivido de otra manera, fugaz al ritmo acelerado de las partículas. Daba igual que la gente, ilusa, buscara refugio en el frigorífico, que hicieran colas en los congeladores de las carnicerías o que pusieran al máximo el aire acondicionado, al final terminaron sucumbiendo y todos hechos vapor, como si fuera un paso obligado de la evolución o involución de la especie.
Al principio, todos se dejaban parte de sí en el camino. Resultaba tremendamente agotador dominar el mecanismo para evitar la dispersión y aunar la entereza para ser siempre una sola parte, o al menos, varias partes de un conjunto que miraba en la misma dirección. Uno se dispersaba y podía encontrar algo de sí en cualquier lugar, un poco de cerebro, una extremidad, el estómago, los intestinos, su yo alegre, su yo triste, su yo tibio… Era en determinadas contraposiciones, si dos partes antagónicas de uno mismo se encontraban, cuando resultaba difícil el acople, el considerarse como unidad.
Con el cambio de estado, surgieron divisiones que trascendían el plano físico, personalidades múltiples, individuos que no lo tenían muy claro. Preferían expandirse para luego comprimirse, explorar sus “yoes” hasta el más allá, verse en todas las aristas para luego reconocerse. Pero corrían el riesgo de no volverse a encontrar.
La comunicación fue el primer aspecto a concretar por parte de las comunidades gaseosas. No valía de nada el salvajismo en este estado. ¿Pero cómo concretar un sistema que evitase el cansado mecanismo de formarse y deformarse como letras en el aire? Los más sesudos buscaron alternativas, pero costaría aún algún tiempo difundirlo, y mucho más perfeccionarlo. Los vientos, las tormentas, los huracanes, la lluvia… factores que ya de por sí afectaban a la población, multiplicaron su incidencia sobre el ser humano. Lo atmosférico llegó a ser una obsesión para cada ente gaseoso, algo que condicionaba la vida, no solo en los lugares donde siempre lo había hecho, sino también en cualquier territorio habido y por haber. Un simple soplido disolvía reuniones de gente, separaba a los enamorados (que sabían al instante si eran o no complementarios) o terminaba acercando a enemigos acérrimos. El mundo ganó entropía y hay quién vio en este nuevo orden algo de justicia poética, pero lo cierto es que había poca poesía más allá del caos.
Algunos animales invadieron zonas hasta entonces prohibidas, pues en estado gaseoso resultaba complicado negarle el acceso. Fue un asunto que se solucionó con prontitud, ascendiendo unos metros el hábitat con tal de separarse de aquello, viviendo por encima del suelo y abandonando la planta donde se habían ejercido las actividades durante lustros, dejando un recuerdo erosionado y lleno de podredumbre. Decían los especialistas que así todo iría mejor allí abajo, que era el momento de desligarse de lo animal, de ese primitivo y salvaje orden de las cosas. Lo físico comenzó a despreciarse y a devaluarse en la memoria, considerado pronto como un estado evolutivo propio del pasado, siguiendo la cadena de aquellos hombres que se reían de su antepasado homínido.
El estado gaseoso esquivó algunos dilemas para los que el hombre aún no había encontrado solución. La superpoblación, por ejemplo, dejó de serlo, pues pese a que de la mezcla de gases surgieran otros nuevos y a eso se le llamara ahora reproducción, lo cierto es que había mucho más espacio para todos. Quiénes sentían nostalgia, se fabricaron cuerpos hinchables para los ellos mismos servían de relleno, igual que antes se inflaban los globos, pero fue tomado como la vana esperanza de seres obsoletos, empeñados en negarse su nueva realidad. La otra desviación, los que se confinaban aún en recipientes, fueron considerados unos antiguos, arcaicos venidos a menos, viejos del lugar.
Sin embargo, esquivar problemas arrastraba llevaba a la desembocadura de otros nuevos. El hombre entendió que debía conquistar el nuevo orden lo antes posible, los ricos por permanecer en su status, los pobres por ser los nuevos ricos, los de en medio, mezclando temor y esperanza, buscaban una señal que les guiara hacia una buena nueva. ¿Pero y si no había riqueza? ¿Cómo iba a ordenarse el hombre ahora que no había sexos, ni razas ni diferencias más allá del volumen? ¿Por dispersión, por peso molecular? ¿Por volumen? ¿Por afinidades? ¿Cómo iba a reestructurar sus clases, sus pirámides y, en definitiva, su ordenamiento interno? La realidad emanaba un camino difuso, una escalera de aire que llevaba a ninguna parte. El hombre, tan agitado como estaba, corría el riesgo de dispersarse hasta el infinito y no poder recuperarse, hasta acabar desapareciendo.
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