Un amigo me contó una vez que no existía el amor, que era un invento. No del Corte Inglés, pero sí un invento que habían perpetrado los hombres y las mujeres para sentirse importantes. Los hombres para las mujeres y las mujeres para los hombres. Y también los hombres para los hombres y las mujeres para las mujeres. Sea como fuera, no era más que un invento, como cualquier otro. Según me dijo, al principio nadie se amaba, nadie hacía juegos extraños para sentirse en el ojo del huracán, nadie espiaba a nadie, nadie cambiaba su aspecto, ni su carácter ni su mentalidad por asediar un propósito, nadie traicionaba a nadie ni se traicionaban a sí mismo y nadie se sentía vacío e insatisfecho como si fuera una cáscara de fruto seco, una carcoma, una caricia de la desidia. La gente tenía otras costumbres, decía con tremenda seguridad, se acostaban más a menudo sin ese lastre que significa el tira y afloja de la seducción, se decían menos verdades relativas y mentiras piadosas, se daban más pasos de verdad y menos pasos en falso, y todo resultaba real y auténtico, puro aunque doloroso, genuino y sincero. Mi amigo está ahora enamorado, lo veo pasear con su novia cogiéndola de la mano y rodeando con el brazo su espalda, protegiéndola de todo mal. El mal del mundo, quizás. El mal que ellos mismos han generado, me digo yo, y me hago a la idea de que si le recuerdo sus palabras dirá que él nunca dijo eso, que eso sí que era una mentira, o peor, fingiría no conocerme y se haría el despistado, como si el amor le hubiera hecho un lavado en el cerebro, como si le hubieran secuestrado, como si después de un tiempo, le hubieran cambiado por otra persona.
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