Es viernes pero para mí podría ser lunes o martes. No tener
dinero te saca de los bares y restringe tu vida social. Todos los días parecen
el mismo. Lo único que cambia, a veces, es el decorado. El fin de semana libera
a la gente de sus cubículos absorbealmas, también llamadas oficinas, y ves tu
alrededor más concurrido. Son las fluctuaciones típicas de otra semana muerta.
Apuro mis opciones de revivirla antes de que se suceda otro
fin de semana y, en consecuencia, otra semana más sin trabajo. Para encontrar
un trabajo a última hora de la tarde del viernes has de emplear tu tiempo en
refrescar una y otra vez las páginas de búsquedas laborales. A las 13:00,
13:15, 13:30... Pestaña de “buscar”, Enter, y así en un bucle infinito. Con
suerte, alguna empresa de empleos puntuales, generalmente dedicadas a
promociones o servicios externos, tendrá una baja de última hora de cara al fin
de semana y quedarán puestos vacantes. Con suerte, todos los posibles
sustitutos habrán programado su fin de semana y no querrán cambiarlo a última
hora. Con suerte sólo yo y unos cuantos desesperados más suelen emplear esta
técnica. Con suerte soy el pistolero más rápido del ciberespacio. Con suerte mi
baja estatura y mi escasa fuerza pasan desapercibidos. Con suerte, se alinean
los astros y consigo un día, por fin, trabajo.
Es lo que sucede en esta ocasión. La oferta dice:
“Necesitamos una persona para un pequeño trabajo en
Barcelona esta tarde sobre las 17.00 horas. Trabajamos con una empresa de
Renting de coches y tiene que entregar uno en Barcelona, la idea es que al
mismo tiempo que la grúa entrega el coche al cliente haya una persona que le
explique cuatro cosas del coche y que le entregue unos documentos para que los
firme. Es pura imagen. Se trata de una media hora de trabajo aproximadamente.
Se pagan 20€. Si te interesa, inscríbete en la oferta.”
Miro el reloj, son las 14:15. A esta hora la mayoría del
ciberespacio está comiendo y por fin aparcan su “yo” virtual. Mando mi currículo
orientado a este tipo de trabajos, una hoja de servicios cutre. ¿Qué puedo
hacer con veinte euros? La compra semanal parece la opción más lógica. Si combino
el puesto de la fruta y verduras con una visita a la cadena de supermercados
más barata y explotadora de la ciudad, y calculo siete comidas y siete cenas,
me da de sobra para ello. Es una decisión tramposa, porque uno no quiere
colaborar con que un trabajador cobre una miseria y el salario medio siga en
las catacumbas mientras el IVA, los impuestos y las facturas suben sin
compasión. España tiene un IVA equiparable a los países más ricos de Europa, 21%,
y sin embargo, el salario mínimo es uno de los más bajos, 641 euros. La
desproporción ahoga y la gente va por la calle asfixiada, y no son las
temperaturas precisamente. Con mi compra, estoy contribuyendo a que todo
aquello siga por ese mismo cauce que conduce al abismo. Pero al mismo tiempo sólo
estoy hablando de alimentos. Nadie debería sentirse mal por comprar comida, ni
siquiera yo. Otra opción es tomarme esos veinte euros como un premio, hacer
como el que nunca iba a tenerlos y gastarlos en algo que me apetezca de verdad.
Un cómic o un libro, por ejemplo, que hace meses que no compro. Pero enseguida
caigo en que puedo leer los libros de mi compañero de piso, que tengo dos o
tres pendientes de leer y que además me he hecho el carnet de la biblioteca
municipal. El deseo carnal hacia el objeto, el afán de coleccionista y el
materialismo crónico son vestigios del pasado. Toca asumir otra forma de vida,
cambiar el reflejo de los últimos veintinueve años. Una tercera vía sería
emborracharme con ese jornal, seguir la tradición histórica de tantos y tantos
trabajadores que se emborracharon con tal de olvidar sus penas.
Bebería por mí
y por todos aquellos que se entregaron a la bebida. Me daría para tres cubatas
en algún bar del barrio o veinte cervezas de las que los paquistaníes venden en
cualquier plazoleta concurrida. Lo haría gustoso, pero recuerdo que tengo desde
hace quince días una fisura anal provocada por estreñimiento y el alcohol
deshidrata y me hace mal y no me conviene beber porque luego sufro como un
energúmeno cuando voy al baño. La crisis, además de en mi bolsillo, también está
en mi ano.
Así pues, gastaré mi
dinero en comer. Veinte euros, la comida de la semana. Quizás no una comida
excelsa ni de paladar fino, no hay bogavante ni marisco ni pollo frito ni
botellas de vino de crianza. Sí hay verduras, legumbres, pasta y albóndigas y
atún enlatados. Mientras estoy repasando la lista de la compra, recibo la
llamada que estaba esperando.
Hola Javier, ¿Cómo estás? Soy Cristina, de la empresa equis.
Se presenta como si nos conociéramos de antes, con una indisimulada confianza.
Hola, ¿qué tal? Contesto. Mira, dice directa, tu trabajo consiste en hacer una
entrega de un vehículo. Es muy sencillo, te voy a mandar un correo electrónico
ahora mismo con las condiciones de la entrega, dónde tienes que estar y qué
debes decirle al cliente. Tienes que presentarte como si fueras empleado de la
empresa de servicios que nos subcontrata. Lo hacemos por una cuestión de
imagen, porque podría darle el señor de la grúa directamente el vehículo, pero elegimos
que lo haga una persona con más imagen: Tú. Casi río al escucharlo, pero
aguanto bien. ¿Tienes americana? Sí ¿Pantalones de vestir? Sí, claro. ¿Y
camisa? Sí, sí, lo tengo todo. Muy bien Javier, pues atiende al correo y te
llamo en cinco minutos para ver si tienes alguna duda.
Recibo el correo. Haré de intermediario en la entrega del
coche y escanearé el contrato de renting que luego pasaré a la empresa vía
telemática. Sencillo. La entrega se realizará en un parque empresarial a las
afueras de Barcelona, pegado a una gasolinera. El gruero me recogerá y me llevará hasta allí. Luego, procederemos a la firma de papeles y podré
irme a casa. Comunico mi nuevo trabajo a mi entorno, aunque solo dure un día y
paguen veinte euros. Cualquier mejora de mi situación laboral me parece digna
de ser compartida. Se lo debo a todos los que soportan mi eterno quejío de
perdedor. Todos reaccionan de igual manera: ¿Cómo? ¿No llevarán nada raro en el
coche? ¿Es seguro lo que estás contando? ¡A ver qué tipo de intercambio es! ¿No
te irás a meter en un jaleo? ¿Por veinte euros vas a hacer eso?
Pues sí, eso parece. Ya no hay vuelta atrás. Me he
comprometido y mi palabra significa más que cualquier contrato. Soy una persona
chapada a la antigua, en la línea de auténticos hombres de honor como Clint Eastwood,
John Wayne o Peter Parker. Soy un hombre comprometido con sus actos. Un hombre
fiel. Un hombre entregado a una causa. Un tonto.
Me visto con mi traje de chaqueta para trabajar. Es el mismo
que uso para convites, bodas, bautizos, comuniones, fiestas de gala y ocasiones
dignas de etiqueta, el único que tengo. Cojo las llaves de casa, las guardo en
el bolsillo interior de la chaqueta y voy andando hasta el punto de encuentro
con el gruero. Hace casi cuarenta grados y un calor infernal. Es agosto y
Barcelona despide su aliento de dragón sobre los habitantes. Siento cómo el
sudor resbala por mi espalda y empapa la camisa. Por el camino voy pensando que
quizás toda mi gente pudiera tener razón y yo no. Odio cuando no tengo la razón,
suele presagiar algo malo. Y es que podría ser fácilmente un embuste y haberme
metido en un berenjenal.
Pudiera ser que ese coche contuviera droga, armas o un
cadáver dentro del maletero y que probablemente alguien, perseguido y acosado
por la despiadada mafia del este, estuviera interesado en deshacerse de aquello.
Y claro, ahí entraba yo, el pardillo perfecto que acude a una trampa alentado
por el color del dinero, el perfil idóneo para cargar con la culpa. El FBI en
operación conjunta con los mossos d’esquadra lograrían apresarme después de una
carrera infructuosa hacia ninguna parte, justo al lado de la gasolinera dónde
procederíamos al intercambio. Yo no podría defenderme puesto que carecería de
pruebas que atestiguaran mi inocencia. Había un coche con un cadáver, armas y
drogas, y había una persona que lo entregaba que era yo y no había nada más. Pasaría
años en la cárcel pagando por un delito que no cometí, como dicen todos los
presidiarios aunque siendo escrupulosamente cierto, y así, se iría tiñendo mi
cabello de canas hasta que años después, cuando un abogado sediento de justicia
recuperara el archivo del caso e investigara concienzudamente, se diera cuenta
de que verdaderamente era inocente y luchara por mi libertad. Al final, después
de un juicio interminable, saldría por la puerta de los juzgados gritando mi inocencia
y diciendo que mi padre murió sin verme libre, como hacía Daniel Day Lewis en “En
el nombre del padre”.
(Continuará...)
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