Tratándose del mejor de los placebos, y aunque su efecto en el organismo fuera el mismo que ingerir una pieza de fruta solo que de forma granulada, el gobierno decidió dar vía libre al proyecto y vender nuevas pastillas en las farmacias como la solución ideal para el amor que la humanidad había perdido y ansiaba recuperar atravesando un atajo infame. Éramos pues, pioneros, y queríamos apuntarnos un tanto en materia de innovación, adelantarnos a los problemas de la gente, ofrecerles respuestas a sus problemas cotidianos. Pero éste era un paso más allá, la apuesta definitiva para el control de las masas. En nombre del amor se había justificado muchas de las miserias del hombre, ¿qué tenía de malo hacerlo una vez más aunque se supiera de antemano, sin el paso de los años y el análisis, que solo se trataba de una manipulación más, de una mentira encubierta?
Nosotros no éramos científicos, sino publicitarios, expertos en vender la nada como un objeto que sostienes entre las manos, por eso los emisarios del gobierno contactaron con nosotros y nos propusieron el plan. Era una idea sencilla, una compleja máquina ilusoria. Primero crearíamos la necesidad, el amor, ¿quién no necesita sentirse amado?, y luego la solución científica, unas míseras pastillas. Se acercaban las elecciones y habría que lanzar el producto con sumo cuidado, respetando el croquis que pactamos para el calendario, conseguir que se respirase armonía y no hubiera tentativas de cambio, y debíamos hacerlo sin demoras o todo el empeño habría sido en vano.
El gobierno anunció mediante notas de prensa y un comunicado televisado que aprobaba la introducción del medicamento en el mercado, a la venta en farmacias y establecimientos especializados. “Siguiendo las recomendaciones de uso, el consumidor no tardará en enamorarse de alguien de su entorno; si siente un vacío y cree que el amor puede ocuparlo, con estos medicamentos sabrá lo que es el amor, aunque nadie le asegure reciprocidad”. Aconsejó su uso moderado y bajo supervisión médica. Antes, habíamos creados dos empresas con residencia fiscal en Centroeuropa, patentado sus fórmulas, inventado un sabor y dotado de una imagen aséptica y actual a su corporación. Nunca ha habido dudas de que Promedco y Winstorp SL eran dos sociedades formadas para la explotación comercial del medicamento, que llamarían a su vez Amorol y Clarividina. Su competencia sería tan atroz como ficticia.
En poco tiempo su consumo se ha extendido, aunque casi nadie reconozca su uso, si acaso durante veladas íntimas y cuando las defensas se relajan. Las salas de espera de los ambulatorios y hospitales han experimentado un crecimiento notable, repletas de ciudadanos que aluden otros males si se encuentran conocidos, pero que luego terminan pidiendo una receta, incluso comprando a los doctores, que oponen tibia resistencia. Las farmacias y el gobierno han hecho su agosto, unos por venta directa y los otros a través de impuestos. La bautizada como “Viagra sentimental” ha sido un éxito rotundo, tanto que no hemos tardado en ver la recompensa a modo de pagas extras y facilidades de todo tipo. El cliente ha quedado satisfecho. Las cartas que llegaron a casa hablan de premios “por servicios hacia la comunidad”. En apenas dos años, nos hemos hecho tan ricos que he perdido la cuenta de cuánto tengo en el banco. Pero a veces muero de ganas por salir ahí fuera, vociferarme como uno de los gestores de este tremendo embuste y dejarme apedrear por la gente que se enamora de verdad. Pero no estoy seguro que haya alguien dispuesto a conocer la verdad, a decir verdad, siento envidia de no ser uno de ellos, de tener el amor a tiro de cápsula. No, la verdad no es algo inmutable, es maleable como la conciencia de un niño, incluso en las asociaciones en contra de estos medicamentos se han visto tránsfugas ávidos de amor, que luego han reconocido que la tentación era más fuerte que sus propias convicciones. A veces es bueno vivir de ilusiones, aunque éstas sean vagas y ficticias.
Mientras, los periódicos mienten. Las encuestas hablan de una sociedad enamorada de sí misma, viviendo una eterna luna de miel. Da igual la edad, miras a la gente y aparecen con brillo en los ojos, hipnotizados como si supieran su vida ya colmada. También los hay ciudadanos tristes, claro, pero felices de sentirse vivos, de no andar deambulando en ese limbo emocional que es no enamorarte ni sentirte querido, cuando todo parece el oasis de una vieja ilusión. No ha sido ninguna sorpresa el repunte de los matrimonios, la desaceleración de los divorcios o esta concepción bicéfala de la existencia. Sabíamos que podía suceder, pues era uno de los objetivos: Gente feliz que sintiera el arrope de la vida, la seguridad de un ideal hecho a imagen y semejanza de sus anhelos. Lo más curioso ha sido ver incrementada la producción artística, sea la categoría que sea, pues la gente, confundida por los sentimientos, escribe más, compone más, pinta más e inventa más, y todo por exteriorizar ese amor que, supongo, les está abrasando el alma.
Lo peor es ver a esos amigos y conocidos dejándose enamorar por una promesa de caramelo. Mi silencio se llama clausula de privacidad. Romperla equivale a pegarse un tiro en el pie, a ser tomado por loco. Ahora ya no hay vuelta atrás. El poder de las nuevas verdades, esas mentiras repetidas mil veces. Ellos son unos felices desgraciados y nosotros desgraciados multiplicados por dos, pues aún viviendo en la abundancia, no sabremos ya, cuando se nos acerca alguien, si nos aman de veras o llegan engañados por el poder de su mente, si miran nuestro amor como auténtico o vierten detrás nuestra la sombra de la sospecha. En el fondo, no hemos sido más que víctimas de sus efectos secundarios.
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