Pese a la insistencia del abanderado que, enfurruñando y
ante un público expectante, no hacía más que sacudirla, izarla y llamarle la
atención en busca de una mejor compostura, la bandera se dejó sacudir por el viento,
se arremolinó en torno al mástil, se arrugó en consonancia a su ánimo contraído
y, convertida ya en trapo, ocultó entre los pliegues su escudo como si
avergonzada no quisiera lucirse sino esconderse, cavar un foso y enterrarse, esperar resignada la llegada de días mejores.
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