Para el abogado su oficio es puro entretenimiento. Por eso le gustan los presuntos culpables a los que la voz del pueblo prejuzga hasta casi ponerle una inyección en el brazo. Mientras más extremo sea el caso, más se ponen a prueba sus habilidades como defensor. Y eso le excita. Le seduce el hecho de encontrarlos tan culpables que sus ojos no puedan disimularlo. Recibir esa mirada con la que le conceden el resto de sus vidas, una posición sin igual ante otro semejante. Luego es cuestión de entrenamiento, de urdir la trama que les conceda un punto de fuga, que despierte la duda. No se trata de probar lo que pasó, se trata de probar que pudieron suceder otras cosas, que en ese lugar pudo no estar su cliente, que también pudo no delinquir, que otras personas pudieron hacerlo por él. Su objetivo no es la justicia sino demostrar su supremacía sobre el sistema. Las leyes como matemáticas y su obsesión por indeterminar la cuenta y dejarla inválida, sin solución. Y qué más da lo que haya sucedido y lo que no, piensa, si asesinatos y robos y violencia y corrupción y hurtos y mentiras van a seguir habiendo, si la propia naturaleza del hombre tiende al conflicto solo por atajar hacia su propia voluntad, si uno solo atiende al peligro cuando ya está entre rejas y la eternidad espera para ahogar las noches. Afuera las cosas van a seguir siendo igual, sí, y la justicia más que amparar, le desafía, le reta, le echa un pulso, como una burla infinita que le empuja al juego.
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