Mi hijo es el mejor jugando al escondite del mundo. En septiembre, cumplirá 37 años. También es el mejor jugando al painbol, ese juego de las pistolas de pinturitas, y se ha llevado premios o menciones honoríficas participando en programas de televisión y campeonatos de videoconsolas, donde parecer ser que la estrategia juega un papel fundamental. Recorre el mundo participando en campeonatos especializados y rara es la vez que no gana. Poco a poco voy aprendiendo los entresijos de ese mundo, tan lejano a mí, tan cercano Matías. A veces, dice, le basta con esconderse bien y disparar solo dos o tres veces por partida para resultar vencedor. Es difícil de creer, porque un día me enseñó esos juegos y se pasan el día disparando ¿y cómo defenderte si te disparan y tú no lo haces?, pero él asegura que es así.
Cuando lo veo cabizbajo en las noticias recoger uno de sus premio, muy al final del programa y formando parte de un reportaje de tercera fila, de esos que parece que el presentador va pensando ya en otros planes y ni siquiera anuncia como un gran logro, cuando esos logros pudieran ser enormes, gigantes, mucho mayores que los que consigan esos periodistas que terminan olisqueando la basura, no puedo evitar sentirme culpable.
Yo quisiera verlo recoger premios por ser un gran catedrático de filosofía, como su padre José Miguel o por ser actor o escritor como esos amigos que él traía a casa y parecían tan famosos como buenas personas y luego eran casi demonios, quizás precisamente por no ser como ellos, el destino le ha reservado otro camino que le recuerda sus vergüenzas al tiempo que le hace vivir de ellas. Por eso tantas veces le aconsejo que lo deje, para que no se enmarañe, le digo que no se esconda más, que no vale de nada salir de cualquier parte, pegar dos tiros y luego volver a la cueva a cambio de un puñado de euros. Si tan solo fuera bueno para él, pero lo noto preso entre lo que pasó y este presente que es como lo que pasó pero un poquito menos. Al menos no le ha dado por la guerra, me digo a mí misma y me parece un gran consuelo, hubiera sido hasta un punto lógico que le diera por ahí, por la guerra real me refiero, la de personas que se disparan y personas que dejan morir a personas. Allí podría haber llegado a ser una auténtica arma de destrucción masiva.
O no. Porque cómo matar si la única vez que lo haces cambias todo el universo para siempre. Quizás solo pueda matar quién verdaderamente gobierna el miedo, unos pocos elegidos y ya está, y Matías no es uno de ellos. Matías mató por error y siempre se le nota el miedo temblándole en la boca y bailándole en las pupilas, se le notaba ya cuando corría a esconderse debajo de la cama, pobrecico mío, cuando se acoplaba a una esquina como un insecto camuflado y nadie podía percatarse de él, cuando se tapaba la boca estando conmigo en el garaje y fingíamos no estar en casa.
Yo le enseñé todas esas técnicas, soy su desgraciada mentora. Había probado todas ellas hasta perfeccionarlas, pero no era tan rápida como Matías, con el centro de gravedad misericordiosamente bajo y esas patitas que corrían como las de un ratón. José Miguel me acorraló muchas veces, algunas me perdonaba y otras no, depende de qué bronca trajera de la universidad o de qué otra manera pudiera compensarle la noche. Si no había consuelo lo encontraba sembrándome una condena eterna. Pero a Matías nunca lo cogió, por suerte o desgracia. Igual de haberlo cogido todo hubiera acabado antes. Estuvo a punto muchas veces, pero nunca logró hacerlo. Matías interiorizó pronto su heredada estrategia, desarrolló un instinto primigenio para el arte del mimetismo, yo siempre le indicaba cómo llegar a la ventana, cómo trepar por el tejado hasta la caseta del jardín, le hacía un hueco en la habitación de los trastos, entre el recogedor y las cajas de detergentes y hasta le explicaba una manera sencilla de esconderse en el armario. Era como jugar al escondite. Pronto lo entendió y lo llevó a la práctica con suma pulcritud. Luego, cuando José Miguel venía incendiado Matías reaccionaba en piloto automático y ahí le ganaba la batalla, Matías con el labio tembloroso, Matías con sus pupilas encharcadas, Matías como una lagartija, Matías siguiendo la hoja de ruta que lo llevara al limbo. Esos espacios de tranquilidad tenían mucho de limbo. Su cuerpo inaccesible aprendió a vivir de tenerle miedo al miedo, de retarlo, de drenarle adrenalina.
Por eso ahora es tan experto y lo ves recogiendo premios, quizás uno por cada oportunidad que le arrebató el destino, por eso corre entre callejones virtuales y nadie es capaz de apresarlo ni de dispararle ni de toserle a la espalda, porque aprendió sin quererlo cómo se labra uno el camino de la supervivencia. La gente se sorprende y me pregunta cómo ha llegado hasta tan lejos, cómo lo hace para vivir de esa manera y, por supuesto, no soy capaz de responder. Siempre me queda la duda de si sigue huyendo de José Miguel aunque esté muerto o si lo hace de sí mismo, de su propio espíritu que viene a rendirle cuentas por aquel certero disparo, de si se trata de eso o quizás solo corra por correr, porque lo hacía desde chiquito y no sabe vivir de otra manera más que mirando atrás y esquivando el peligro, porque mamá le enseñó todo eso y como buen hijo, solo intenta no desobedecer a su madre.
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