Hoy me han comunicado que me han concedido el primer premio del V Certamen literario "Poeta García Gutierrez" en Chiclana de la Frontera. Este es el relato en cuestión.
Nuevas tecnologías
Tal vez fuera la única manera que le eximía de la dificultad de tomar decisiones, algo que enfrentaban con decidida incertidumbre todos los suicidas, lo que le impulsó a ayudarse de su GPS y su coche para tomar camino de la muerte. Tecleó su destino en la pantalla táctil y dejó a ese diminuto gestor de enlaces decidiendo cuál era el mejor camino para al fin desaparecer. Durante ese impasse pensó qué sabía ese aparato de la vida, que sabía de los rincones insatisfechos, de las calles oprimidas, de las habitaciones vacías y la angustia por avenidas y los campos abiertos de desesperanza. Se preguntaba porqué se agarraba a esa opción como quién se agarra a un clavo y porqué buscaba externos responsables de su fracaso, el coche y ese pequeño trasto imposible.
Se había vestido como un día más, pantalones tejanos, blusa azul celeste y zapatos de medio tacón, con ese look que cuidaba hasta la obsesión para dejarse ver alegre cuando en realidad no lo estaba. Entendía que, después de todo, la muerte era ya un plan de vida, algo con lo que convivía día sí y día también y algo que quería precipitar en el tiempo, tan seguro e inalterable que no merecía la pena modificar su apariencia externa sino enfrentarse tal cual acudía a sus quehaceres cotidianos.
El coche arrancó a la tercera, vomitó su aliento plomizo y se incorporó a la carretera con cierto pesar. Por fin, la pantalla mostró el camino más corto para alcanzar su destino: cincuenta minutos de trayecto o más de una hora si consideraba vías alternativas. El azar, impertinente, le obligaba a atravesar la diagonal y cruzarse casi con la casa de su expareja, al tiempo que pasaría pegada al puesto dónde hacían sus churros favoritos, cerca del puerto. La vida tenía esas encrucijadas que la muerte denegaba. Luego sería tomar una recta prolongada y hacer dos o tres maniobras antes de llegar a su destino. No tenía perdida el camino hacia el abismo.
Para distraerse, conectó la radio y se dejó absorber por historias cotidianas que se relataban lánguidamente en un programa de testimonios. Afuera, el día se tornaba gris y, aunque la calzada estaba seca, acechaba amenazante la lluvia. Discurría un programa de tantos, donde un agente de bolsa hablaba de extorsiones y mafias fantasmagóricas, un señor pretendía arreglar su disfunción eréctil entregándose a las curas milagro o una señora desgranaba sus infidelidades una a una como si le salieran solas o fueran a causa de un impulso extraño e incontrolable… entonces, un joven le privó de su falta de atención al volante con una sola frase: “Llamo porque quiero acabar con mi vida y no sé cómo”. Los picos de audiencia crecieron no porque los radioaficionados creyeran a aquel joven de voz titubeante y decidieran dejarle en antena por si pudieran ofrecerle ayuda, ni siquiera porque alguien, tal vez el director del programa o la presentadora o algún psicólogo presente en los estudios le creyesen a pie juntillas y la corazonada saliera perfecta en número de radioyentes; lo hicieron porque el morbo que despierta el tabú de la muerte o el retorcido ensañamiento que asocia el momento lúdico al mal ajeno, les decía que era justo lo que estaban esperando.
“Estoy cansado”, dijo, “solamente estoy cansado”. La gente, en casa o en sus trabajos, se echaban las manos a la cabeza, pero qué motivos eran esos, tan banales, tan faltos de intriga y novela, tan definitivamente desilusionantes. Como si la muerte tuviera que tener forzosamente un drama oculto y no pudiera convencer por motivos nobles, la presentadora inició los trámites para alejarle de las ondas en cuanto comprendió que todo estaba hueco. Alegando motivos de sensibilidad humanitaria, dio paso a publicidad.
El volante vaciló al primer anuncio. Sabía el número del programa de memoria, incorporado a su cotidianeidad sin pedir permiso. Redujo la velocidad y conectó el “manos libres”. Al segundo intento alguien contestó su llamada y enseguida le facilitaron el número de móvil de la última persona en llamar. Lo hizo como quién se quitaba un muerto de encima. Pronunció el nuevo número. Contestó el mismo joven voz de tono lúgubre que se pronunció en las ondas minutos atrás.
¿Sí?, hola, contestó. Quién eres. No me conoces, pero puedo ayudarte, voy ahora al mismo sitio que tú quieres ir, puedo recogerte en unos minutos e ir juntos, tú decides. La voz al otro lado parpadeó durante un lapso corto y finalmente aclaró: Carrer de Wellington, 66, te espero en el portal.
El desvío sería su última concesión a la vida. Por los alrededores, la ciudad presentaba un aspecto en consonancia. Farolas que teñían de un gris amarillo la realidad, grupos avanzando con la mirada fija en el suelo, prostitutas adornando las esquinas, voces inconexas; vio una ciudad triste y pagada de sí misma y no le sobrevino ni un reflejo de nostalgia, nada que le anclase a esa obscura realidad. No lo hizo tampoco la compañía de alguien afín cuando abrió la puerta del vehículo y ofreció el asiento de su derecha. El joven vestía una camiseta de Pearl Jam y venía perfumado y escuchando un reproductor de música. Nunca imaginó un rostro así acompañándole a su meta, imberbe e inocente, nada intoxicado como aquellos hombres de fétido aliento que un día frecuentó. Adivinó un precoz hartazgo dentro de tan tierna estampa. Le entraron ganas de cesarle en su empeño, de obligarle a rectificar. Se arrepintió en parte de su solidaridad suicida, y a fin de cuentas, tenía la edad y la voz para rectificar y ser considerada. Existían, seguro, nuevas oportunidades allá fuera, chico, no eres un fracasado ya entrado en años como lo soy yo, sino un crío, casi un chaval; anda y vete, sal urgente y piérdete buscando la luz del día, se dijo, pero luego permaneció callada y no dijo nada.
La carretera se rindió a la madrugada y apenas aparecieron coches. El mar se presentó a un lado majestuoso e inmenso y ambos lo miraron de reojo como a una temprana aparición de la muerte. La carretera se estrechó obligándolos a un tramo unidireccional preparando su mortaja. La cercanía del mar se hizo niebla apoderándose del escenario. Sabía que el Gps mandaba dirección al puerto y ella imaginaba una muerte de sotobosque o pastillas y no el húmedo escalofrío que recorrían ahora sus riñones. El joven la miró con una sonrisa cómplice y definitoria y se supo de nuevo reforzada en la búsqueda de un bien común. “Gire a la derecha y habrá llegado a su destino” pronunció el Gps. Pisó el acelerador fundiéndose en la bruma, gozando incluso de cierto placer estético.
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