Paseando por el rastro, vio los restos de un amor que se estaban vendiendo a precio de saldo, casi regalado. Curioso como se había devaluado eso del amor. Eran recuerdos varios, regalos de los cuales no entendía bien su significado, fotografías, algunas cartas avejentadas… todo metido en una caja de cartón por la que sobresalía la cúspide de una planta y tenía superpuesto un cartel que alertaba de la ganga. De ocasión, cinco euros. ¿Y si lo compraba para sí mismo? Podría aunarlos y depositarlos en el cajón donde solía guardar su escasa memorística sentimental. Total, tampoco iba a costarle tanto. Entre medias, se entretendría husmeando en los asuntos que ya podría considerar como propios. Conformaría una hipótesis sobre qué había pasado, cuáles habían sido los motivos de las desavenencias y por qué toda esa historia había acabado allí, aglutinada en un amasijo imposible. Cuando hurgó en su bolsillo, le faltaban algunas monedas para alcanzar el precio establecido. Mire, solo tengo esto, dijo. El vendedor, con cara de condescendencia contestó, está bien, es todo suyo. Recogió los chismes y partió hacia su casa.
Andrea era una chica sentimental. Las cartas recogían la epopeya con la que significaba sus vivencias. Tenía más o menos su edad, era más o menos dulce, más o menos considerada, más o menos educada, más o menos histérica, más o menos impertinente y más que un desamor y menos que un recuerdo. Repasó las fotografías y se quedó con las más pertinentes. Aquellas en las que salía sola y algunas con lo que pudiera ser un sobrino, hermano pequeño o hijo de algún amigo. Por la correspondencia dedujo que no había querido tener hijos, que aún se veía joven, aunque apenas le faltaba un suspiro para lanzarse a la aventura. Una señal que pareció no llegar nunca. El resto de las fotografías, donde salía acompañada o con su antigua pareja, alguien al que venía a sustituir, las quemó. Fue parecido a incinerar una parte de sí. Escaneó una de sus fotografías y la trató digitalmente para situarse al lado de Andrea. Quedaban bien en el salón, al lado de otras instantáneas de familia. Se les podía ver juntos caminando por Granada, aunque él ni siquiera conocía la ciudad. El Paseo de los Tristes, tenía escrito detrás. Le pareció una metáfora perfecta.
Con el tiempo, se acostumbró a tener una ex pareja como Andrea. Fue corto, pero intenso, comentaba a sus amistades. Se mostraba abatido y hablaba siempre en cualquier pretérito del pasado. ¿Cómo la había dejado escapar? A veces no se valoran las cosas hasta que no se caen de las manos. Le costaba, eso sí, comprender por qué no le llamaba, como podía aguantar sin él, sin una señal, una correspondencia, una perdida o el más mínimo rastro de nostalgia desobediente. A él, sin embargo, le creció en el estómago un agujero insoslayable. La ausencia, que debía ser así.
Se obligó a salir y a recuperar el ánimo. Lo hizo gracias al gimnasio y a base de una medicina llamada tiempo. Un día encontró a Andrea paseando por el supermercado. Fue a saludarla con intención de preguntarle qué tal le iba todo, profundizar en sus cosas por una mezcla de interés, cortesía y respeto al recuerdo. Pero ella, ruborizada, correspondió con un hola discreto y siguió a sus cosas como si nunca hubiera sido. Se preguntó cómo podía tratarse de la misma persona con la que compartía todos esos recuerdos, qué había sido de su genial sonrisa, de su amabilidad, de la joven transparente que algún día fue, cómo hicieron para que, en tan poco tiempo, hubieran llegado a tratarse así, fríos como un témpano de hielo, con la argucia con la que se tratan dos simples desconocidos.
Joder javi, este blog se está convirtiendo en un acompañante estupendo para mis noches de insomnio. Me encanta como escribes. un abrazo amigo y dale duro
ResponderEliminar¡Gracias May! Seguiré, seguiré. Eso nunca para :) ¡Abrazo!
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