La pelota salió escupida del cordaje hacia el fondo de la pista presa de un golpe eléctrico, viró sobre sí misma a una velocidad endiablada, despidió esa arena que le había mancillado la superficie inútilmente, pasó como un caballo rampante por encima de la red, adquirió una curvatura casi imposible y se precipitó igual que un rayo sobre la línea, dejando al escaso público boquiabierto y al rival fundido, con las rodillas apoyadas en la arena. Pero el juez de silla, cansado después de cinco horas de partido y preso de un tramposa percepción, gritó “Out”, y habiendo agotado ambos jugadores el ojo de águila, todo hubo de continuar al revés de como tenía que haber sido.
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