A la tercera clase, ya intuía el nuevo artista que la modelo le estaba provocando, que quería tener algo con él. Algo más allá de su relación profesional, claro. Después de todo, ya había dado un gran paso al verla desnuda. Orientaba el cuerpo hacia su zona de trabajo y le provocaba dejándolo en su pose más digna. Después, dejaba perder la miraba al frente, pero al frente siempre estaba él. A veces, parecía que le estuviera examinando el alma y a la vez el arte, y que sus ojos infinitos pretendieran aturdirle el trabajo. Su forma de flirtear, quizás. Se preguntaba quién estaba, a fin de cuentas, más desnudo de los dos. Luego ella cogía sus cosas, se vestía y se marchaba sin decir ni adiós, como si no hubiera sucedido nada. Le entraban ganas de despojarse un día de su ropa y acercarse, de decirle que él también podría provocarla si quisiera, solo que ese no era su camino. Prefería hacerlo con un dibujo irrepetible.
Y así, todos los días, la misma inclinación aleatoria hacia dónde él se hallaba. Y siempre esas formas perfectamente imperfectas: el lunar de su abdomen, el pubis recortado, los pechos firmes, la dulce curvatura de sus caderas. Ese cuerpo, tan fácil de dibujar, y que muchos de los compañeros solo podían retratar de espaldas. Alguna vez, por probar, había llegado tarde y cambiado su ubicación habitual en el aula, optando por alguna otra al azar. Pero ella aprovechaba el descanso para adquirir una nueva orientación y así enfrentarlo. Y otra vez su cuerpo y su gesto imposible, su mirada infranqueable. Como para sacar buena nota.
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