Cuando lo vi de vuelta al pueblo por primera vez, yo ya sabía que Jim era una fantasma y que su figura, sus historias, sus enojadas referencias al pasado y esos monólogos de borracho, eran el resultado de un alma errante, que había regresado al pueblo mucho más tarde que su cuerpo buscando no se sabe qué, una vieja venganza, desahogar tal vez sus miserias en la barra del bar, en la plazuela y en los aledaños de la catedral, los lugares que solía frecuentar cuando era joven y estaba vivo. Ahora, sin embargo, estaba tan viejo como insoportable. Lo bueno es que, por una vez, todos los implicados estábamos al corriente. Jim sabía a lo que había quedado reducido y parecía cómodo, apareciendo y desapareciendo, con su eterno lamento en contra de un pueblo que nunca le dejó marcharse por completo pero tampoco lo acogió en sus brazos. Por eso sorprendía con sus apariciones a los visitantes (no demasiados) y aburría a los oriundos del pueblo (todos los demás) quejándose siempre de lo mismo. De la infancia robada, de la forzosa exclusión del resto del mundo o del amor perdido… Y el pueblo, por su parte, parecía contentarse con un ente así, molesto pero inofensivo, que le diera cierta notoriedad en la comarca, algo con lo que entretener a los jóvenes y que atrajera a curiosos por la zona. Mejor era eso a que no hablarán de él, que quedara ignorado entre tantos otros como había en la comarca, que se convirtieran, todos, en un pueblo fantasma.
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