Aquella mañana se levantó y, por fin, cogió la máscara. La había cosido hace algunos meses de manera improvisada y le había quedado un cubrerostro deforme, casi monstruoso. Entonces la guardó en un cajón y no quiso saber más. Se fue convenciendo de que no la necesitaría, que era una cosa de locos. Aunque lo cierto era que cada día, al levantarse, sentía la tentación de pasar por ese cajón de la mesita, tomar la máscara y salir a hacer lo que debía. Lo había planeado desde hace tanto tiempo que debiera estar pudriéndose por dentro. Se sorprendía que de sus ojos, su boca, su nariz y sus orejas, no brotara ya ceniza. Pese a que intentó usar el tiempo para mitigar su rabia, no pudo contenerla más, como si un demonio le estuviera poseyendo por dentro. La vida era una carga tan pesada que obligaba a tomar decisiones. No había vuelta atrás. Preparó la mochila tal de manera metódica y se lanzó la calle. De las opciones previstas, eligió una zona alejada del piso en la que pudiera aprovecharse del gentío, de esas corrientes que vienen y van. Así sería definitivamente anónimo. Merodeó por la zona a cara descubierta, vestido de escrupuloso luto. Quizás fuera a su propio funeral, pues más tarde ya no sería el mismo. Contó hasta diez, suspiró y alcanzó el centro de la calle. Se puso la máscara. Allí, se arrodilló y sacó el cartón de la mochila. Lo puso entre sus piernas de cara a los transeúntes. Necesito limosna, por favor, no me obliguen a quitarme la máscara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario