Hoy contaba gente en el metro casi sin parar. No lo hacía por ningún interés personal, es, sencillamente, mi empleo. Contar gente. Uno, dos, tres, y así nueve larguísimas horas. Resulta una obviedad, pero me di cuenta de lo grande que es este mundo y, en contrapartida, lo infinitamente pequeños que somos y lo infinitamente solos que estamos. No, el mundo no es un pañuelo ni se le parece. Es enorme, solo que, como borregos, nos juntamos por afinidades y maneras de vivir. No hay, por otra parte, nada de malo en ello. Al revés, probablemente sea la técnica más fiable de supervivencia, establecer vínculos aferrándote a personas que consideres como algo más que gente. Y que así pasen los días, con esos puntos infinitesimales que te rozan y te ayudan a sobrellevar tu existencia. Entonces me acuerdo de todas estas líneas, de las cosas que escribo y las que se quedan, inéditas, en cualquier cuaderno o en el fondo de mi mente, y las comparo con la gente y con esos puntos de encuentro. Y entiendo que escribir, solo es una alternativa más para sentirte único, diferente, vivo. Y que en el fondo, no tengo derecho a quejarme.
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