Sin saber cómo, me hallo frente a ella en un bar. Es curioso, porque en este bar no he estado nunca y sospecho que ella tampoco. Los encuentros de la tercera fase deben ser así, en terreno neutral. Será por eso que es un bar frío, suena la cafetera de fondo y lo adornan solitarios que buscan estar todavía más solos. Han pasado tres años y nos volvemos a ver las caras. A decir verdad, yo la había visto muchas veces a través de las redes sociales, pero nunca desde entonces así, a carne viva. Entre nosotros hay un cenicero cubierto de polvo, la metáfora más obvia de en qué nos hemos convertido. Ahora es cuando debería decir si está más guapa o más fea, más gorda o más delgada, si me gusta o no esa nueva forma en la que se atusa el pelo, pero no, lo cierto es que está casi igual que la penúltima vez, como si el tiempo solo hubiera pasado para la distancia que nos separa. No digo la última vez porque, sinceramente, no recuerdo cómo iba vestida entonces; mi memoria solo alcanza a escuchar, una y otra vez, las palabras que dijo y que van a acompañarme el resto de mi vida. Juego con el azucarillo desmembrándolo y la miro a los ojos como quién sostiene lo que le queda de dignidad, que es más bien poca. Me pierdo en tópicos para hacernos la vida más fácil mientras el reloj se marchita. Ella se deja perder la mirada y habla, como si le hubiera preguntado de quién se vengaba todo el tiempo que estuve a su lado.
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