Era una maravilla el nuevo sistema informático con el que contaba la óptica, que procuraba gafas a medida del cliente. Con éstas que se había comprado, podía ver la verdadera cara de la gente. No obstante, era un hombre poco acostumbrado a usar máscaras y menos aún a tolerarlas, y así se lo reconoció el programa. Desde entonces, al portero del bloque no le veía ya una sonrisa enlatada, sino exhibiendo un rostro apático e impertérrito, propio de alguien abandonado a la tarea de vivir. Con los vecinos, tres cuartos de lo mismo: Ojos fatigados en la vecina del maquillaje excesivo, prepotencia en el abogado escondido tras su sonrisa de postín o el miedo de cuando la muerte te mira de cerca en el vecino octogenario. Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo de contención para enfrentar la realidad. El desgaste provocó que, cuando se miraba al espejo, viera al cansancio hecho persona. Poco a poco, se fue abstrayendo y alejando de los actos públicos. Para qué torturarse, pensó. Le dio por frecuentar parques repletos de niños y simpatizaba con los animales, mucho más sinceros. Cada vez pasaba más tiempo solo, paseando y evitando, en la medida de lo posible, mirar cualquier rostro. La gente, aunque le sonreía, lo miraba en verdad con pena y estupor, y se preguntaban si no se trataba de un depravado o un loco, y cómo demonios estaba viendo ese hombre el mundo.
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