Cuando la tempestad parecía haberse calmado, a Leandro también se le murió el hermano (se suicidó tirándose al río sin saber nadar). Antes lo habían hecho, por este orden, su madre, su padre (un accidente de tráfico) y su otra hermana pequeña (por una enfermedad mortal reproducida en extrañas circunstancias). Como todos murieron jóvenes, apenas le dejaron un dinero contado del seguro y una casa que ahora parecía un desierto. Así que Leandro, sin tutor y nadie que pudiera velar por su integridad, se tuvo que acostumbrar a su única presencia. Su familia lejana no quiso acercarse a él por miedo a una maldición, un mal de ojo que primero los volviera tuertos y luego ciegos y finalmente los absorbiera en la más estricta oscuridad. Sus pocos amigos, agotados de tanto velorio y pésames que dispensar, del cuidado que habían de poner a sus palabras y de tanta pena acumulada, le fueron abandonando casi sin quererlo, poco a poco. Un día eran ocho, el siguiente cinco, el otro tres y cuando acordó, Leandro estaba completamente solo. Establecer relaciones nuevas, también supuso un calvario; si quería honrar la memoria de su familia, la gente sentía lástima, le trataban con excesiva indulgencia o creían que solo quería dar lástima. Si no nombraba a sus muertos, sentía que se estaba traicionando y pasaba por un ser retraído, un desconfiado o una lacra social, al final, alguien que definitivamente no era. Con el tiempo, se fue acostumbrando a una vida solitaria al margen de la sociedad. Vivía de las rentas y se dejaba ver poco, en el cine, en conciertos o en eventos donde pudiera camuflarse fácilmente entre el gentío. Su piel se volvió blanquecina de lo poco que veía la luz y, de no dormir, acumuló unas ojeras kilométricas que casi le llegaban al cuello. A veces, se miraba al espejo y se preguntaba si no estaba ya muerto y no lo sabía, sino le tocaba, por decreto, compartir el sino de toda su familia.
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