Según la NASA, el meteroide Ibrahim, que avanza por la vía láctea a una velocidad de veintidós mil kilómetros por segundo, colisionará violentamente con un satélite al que han bautizado con un nombre de orden numérico, no recuerdo exactamente cuál, desfragmentándose inmediatamente en más pedazos, un total de diecisiete para ser precisos, y quizás después, unos cuantos de esos diecisiete se romperán en varios pedazos más, pero eso ya no importará, pues será solo el primero de esos pedazos el que tenga relevancia, sí, ya que dibujará una trayectoria directa hacia la órbita terrestre y allí, pese a que la atmósfera de la tierra desintegrará parte de su volumen, no será suficiente para volatilizarlo y una gran masa de material rocoso, conocido ya como meteorito, alcanzará un punto exacto de la superficie y ese punto exacto resultará ser, precisamente, el lugar donde vivimos.
Afortunadamente, el lugar dónde vivimos es una población de apenas quinientos habitantes situada en un rincón poco apetecible de la Cordillera Penibética, y no resultará difícil recolocar a todas las familias, entre las que hallo a mis vecinos, amigos o familiares, en viviendas de protección oficial de poblaciones cercanas o poblaciones dónde se hallen los familiares de los afectados, evitando así el total desamparo y hasta que puedan, quiénes tienen competencia para estos casos, ofrecer una solución estable y duradera. Además, el meteorito, que viene ya rebotado y vendría a ser algo así como una de las extremidades, o un pulmón, o un hombro o los ojos o las orejas de Ibrahim, no tiene la fuerza primigenia con la que salió de no se sabe dónde (solo tenemos conocimiento del 4% del universo), y simplemente provocará un daño irreparable en la zona, un tremendo socavón de la textura superficial de la tierra, un temblor que afectará a todas las poblaciones cercanas pero que no llegará al grado de catástrofe ni muy alto en la escala Richter, no habrá siquiera un tsunami en las aguas más próximas y, ni mucho menos, un Impact Winter, es decir, un invierno por impacto, similar al que pudo extinguir a los dinosaurios y que provocaría una extinción en masa en todo el planeta. No, esto era una especie de accidente doméstico de la Tierra con el espacio en el que vive, como si hubiera ido al cuarto de baño y resbalado con el agua de la bañera o como si se hubiera atorado tomando un poco de caldo, nada más que eso. El Secretario de Estado insiste en que, dentro de la gravedad, no es para sentirse desafortunados y preguntarnos por qué, de todos los sitios donde pudo caer el meteorito, cayó en nuestra población, sino al revés, tenemos motivos para sentirnos aliviados, ya que hubiera sido mucho peor soportar el castigo de un meteorito de mayor volumen y jerarquía, lo que hubiera provocado, no nuestro desplazamiento de un lugar a otro, sino el irremediable fin de todo cuanto nos acontece. Y sí, escuchándolo, uno no puede evitar estar de acuerdo, pues cualquiera en su situación pensaría y obraría de igual manera, el problema surge cuando uno se casa y habla de acompañarse en la tristeza y en la pobreza, en la enfermedad y en la muerte, y entonces, tu mujer, de buenas a primera, sin consultar y como si fuera la reacción más lógica del mundo, dice que no se va del pueblo, que es una manera de abandonar su memoria y sus raíces, es decir, lo mismo que abandonarse a sí misma, y que ya puede la NASA o el gobierno o quién sea decir misa, ella, caiga uno o infinitos meteoritos, una lluvia de fuego o se inunde el pueblo por completo, no se va de aquí ni aunque la obliguen. Y algo hay que hacer porque, si las previsiones aciertan, que acertarán en un 99,99% de las probabilidades, dentro de trece horas, el meteoro habrá dejado a mi mujer como si una tonelada de cemento cayera de repente sobre una hormiga.
Desde que lo supimos, todo ha sido una inevitable contrarreloj; la del pueblo por salvarse física y espiritualmente, la del gobierno por librar con nota el compromiso, la mía por salvar la vida de mi mujer. Los primeros han preguntado si es posible restablecerse pasado un tiempo de la catástrofe (como si todo fuera así de sencillo, montar y desmontar un pueblo entero), cuánto calculan que durará la cuarentena antes de que puedan volver al lugar de los hechos y si es física y químicamente posible, han creado una plataforma y se han reivindicado, de repente, como una de las asociaciones en pro de los derechos fundamentales de cualquier civilización. No hay nada como sufrir el mal en tus carnes para sensibilizarte con los demás. Mi pueblo, al que nunca le importó qué ocurriera más allá de sus calles y sus caminos de tierra, ahora, resulta ser el paradigma de la solidaridad moderna. El gobierno, sin embargo, ha sido parco en palabras y agresivo en sus hechos. Se ha portado bien, a decir verdad, aunque solo sea por la presión de los acontecimientos. Suena a broma que sigan tratándonos con máscaras de carne y esas sonrisas postizas, como si uno no supiera cuándo se ha convertido en un problema.
En cuanto a mi mujer, la cosa ha ido involucionando hasta un punto de no retorno. Lo primero que hice fue intentar hacerla entrar en razón. Pero qué es la razón y quién tiene derecho a apropiarse de ella, preguntaba, y siempre parecía tener una réplica preparada; si apelaba al sentido común, respondía diciendo que no había mayor sentido común que aferrar tu vida a un lugar, enraizarte para reconocerte, para saber quién eres, de dónde vienes y hacia dónde te diriges, si hablaba en términos prácticos, se trataba de vivir o no vivir, me llamaba desalmado, y si por el contrario sugería afrontarlo como un nuevo comienzo, una vía de escape de la rutina, decía que no tenía respeto a la memoria y que ya éramos mayores para eso. Luego se molestó aún más cuando dije que hablaría con sus padres al respecto si era necesario y me gritó traidor y estuvo algunas horas sin hablarme.
Afortunadamente no es rencorosa, aunque sí testaruda. Lo suficiente como para dirigirse al alcalde y su equipo expresando sus inquietudes: hay dinero para enviar un cohete al espacio pero no para salvarnos de un asteroide, decía, hay dinero para rescatar un banco pero no para usar algo que desvíe este inmenso trozo de tierra, hay cosas que merecen la pena ser rescatadas señor alcalde y ésta es una de ellas, no lo haga por nosotros, hágalo por tantos otros que pasaron por aquí y que creyeron dejar un legado eterno. El alcalde, atónito, solo podía encogerse de brazos. Pero la voluntad de mi mujer es infranqueable, aunque sus intentos hayan sido estériles y en el pueblo la gente se debata entre considerarla una loca, una mártir o una visionaria. Está tocá del ala, decían los últimos jóvenes que permanecieron en el pueblo, en el fondo tiene toda la razón del mundo, me comentó Ernesto ayer en la plaza, oye, que la respetamos, me dijo, solemne, la presidenta de la reciente asociación por la memoria del pueblo. Diversidad de opiniones, pero nadie que me ayudara a buscar una triste solución, la policía dice que no puede obligar a nadie a irse de ningún lugar, que ya suficiente tienen encima y que no va a acordonar un pueblo entero porque mi mujer haya elegido un atajo hasta la muerte.
Al final, no me ha quedado más remedio que drogarla. Esta tarde hemos paseado por el pueblo, ya desierto. Las casas estaban vacías y algunas notas de despedida adornaban sus puertas. No había ni un alma pisando las piedras de la calzada y solo se escuchaba el extraño piar de los pájaros, el silbato del viento y, en ocasiones, el quejido del silencio. Es triste un pueblo sin vida. Mi mujer me abrazaba convencida de que no habría un mañana, orgullosa de mi última prueba de amor. Me daba la mano con el mismo ímpetu que cuando éramos adolescentes. Decía que no tenía porqué acompañarla en ese, nuestro último paseo, que no se hubiera molestado si me hubiera ido, que era una decisión personal y ya está, pero que estaba contenta de que estuviéramos juntos. Le miré a los ojos y le dije que, aunque me costó comprenderlo, ahora estaba seguro de que este era el mejor final posible. Luego fuimos a casa y preparé la cena, le dije que dormiríamos poco para así aprovechar la mañana, hasta que a mediodía, si todo salía según lo previsto, cayera el meteorito. Introduje varios somníferos entre la bebida y la comida y me cercioré de que lo ingiriera. Desde su inocencia, apenas notó el desvarío del sabor. Después, no tardó más de una hora y media en caer rendida.
Ahora conduzco aceleradamente por las afueras del pueblo. En tres horas estaremos tan lejos que el meteorito solo será una noticia más del matinal. El bulto que descansa en la parte trasera del coche es mi mujer. Tendida, no espera un mañana. Cree que el fin ha sido la asumible consecuencia de luchar con dignidad por una causa y unos ideales. También que, a veces, hay algo más importante que el simple hecho de estar vivo. Que hay formas y formas de pasar a la eternidad. Y noto como, aún dormida, su mirada se clava en mi espalda y una angustia consigue comprimirme el pecho. El puño de Ibrahim, moliéndome a golpes.
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