Lleva tiempo despierto a las siete de la mañana, cómplice de esas sombras que se estiran como un manto silvestre. Está acostumbrado a horarios partidos, dormir de día y dormir de noche, nunca más de cuatro horas ni menos de dos. El ascensor suena a través de la ventana de su habitación. Ya hizo varios viajes para despertar la vida, llevándose a gente a la perdición de la maraña urbana. Encuentra cómoda esta quietud social, antes del big bang del día a día. Aunque el silencio esté lleno de preguntas, nadie se atreve a formularlas.
Se enfrenta al ordenador y toma asiento en el andén de los que están por sumarse a alguna causa, como si el hecho de esperar antes de tiempo le otorgara más opciones cuando intente remontar el tren en marcha. Pero no, todos los trenes se escapan y siempre queda la misma estación. Pesan mucho las maletas cargadas de noes.
Las horas no entienden de nostalgias. La espalda comienza a quejarse y el cuerpo se desarticula exigiendo movilidad. Es el momento de andar la calle. El mundo ignora sus pasos sobre el asfalto, ese ir y venir desde ninguna parte hacia ningún lugar, preso de una actividad enferma. Cuando regresa, está cansado pero no sabe de qué. El vacío sobre una casa vacía.
La segunda parte del día le sobra, es la que se dedica a sí mismo. Se busca entre los recuerdos y siempre se halla mejor, con el rostro vivo, con una sonrisa impensable. A la noche, ignora su teléfono y pone una película, la ficción de una vida digna. Pero el sueño le va venciendo mientras difumina su propia evasión. Es el segundo quiebre del día, los minidías, los sueños interrumpidos. Casi dormido, se pregunta si no será el presente una rémora del pasado.
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