De este microrrelato que vais a leer a continuación, salió el relato que pongo inmediatamente después, y que me valió un premio en Estepona, hace dos años. Mi gran pesadilla de la infancia.
Maneras de dormir
El niño, empeñado mientras dormía en protegerse de la oscuridad amenazante, se echó por encima una manta tras otra hasta quedar sepultado.
Hombre con barba al final del pasillo
Lleva tres noches viéndolo al fondo del pasillo, cuando se vencen las horas de los vivos y dónde asoma ya la entrada que ofrece el cuarto de baño. Agazapado, el hombre de la barba lo mira. Podría estar de cuclillas o escondiendo algo, no lo sabe bien, quizás un arma blanca o unas manos en forma de soga. Imagina, siempre imagina pues nunca le ve apéndices, ni siquiera el torso o la curvatura de la espalda, pero asoma su frente y su pose gacha parece distinguirse bien. Sí, asoma y contempla, como una mala vibración que vuela posándose en el firmamento de sus ojos, pero al tiempo rehúsa la mirada escondiéndola bajo las sábanas. Se pregunta quién le dijo nada, porqué sabe ese hombre su dirección, dónde duerme y qué le motivó a que acuda sin falta tras cruzarse sus caminos durante una noche de insomnio; cómo consiguió las llaves de casa y hacer girar la cerradura que abre sus pesadillas y con qué fin se cuela sin ser visto, una sombra sin sombra, arrastrándose al modo de una lagartija mientras sus padres ven la televisión y se sucede el drama a espaldas del sofá. Manteniendo su mirada hipnótica, pétrea y concentrada, no hay desafío para el que siempre vence. Responde el vencido usando la manta como cárcel de seguridad, abarcando sus contornos y, por fin, le descansa el temor, que estira sus músculos a cambio de sofoco. Alarga su nariz obligándose al aire, saca los ojos de la cueva pero de nuevo asoma el infierno y las llamas lo abrasan. El pasillo otra vez, esa mirada feroz e imperturbable. La tensión sacude sus fuerzas y después lo mece hasta dormirlo por agotamiento.
La noche siguiente permanece ahí. Cómo una gárgola de acecho rígido y pétreos pensamientos. Idéntica sombra, la misma luz se filtra desde la mampara que exhibe la puerta del salón, como si de una puerta de oficina se tratase. Una luz muerta alteradora de sueños, el fósforo cansado que da cuerpo al hombre de la barba. Ya podrían, papá y mamá, haber cambiado de puerta, total, es lo que sucede en las mudanzas, y se recuerda mudándose y llegando hormiga a una casa virgen y desnuda, cuando todavía nadie la visitaba y ni mucho menos ocupaban sus noches para inundarla a temores. No habrá pasado más de un año y aún no han cambiado las puertas. Podrían haberle ahorrado estas noches de insomnio.
Cierra la puerta de la habitación cuando cae la tarde. Pretende cortar ese hilo eléctrico que une su mirada al rostro del desconocido hombre de la barba. Cierra la puerta en una misión en ráfaga, corriendo sus pasitos avanzan a toda prisa sobre los azulejos que hierven, la puerta hace clic y al camino de vuelta lo preside el silencio… pero dura poco. Cinco minutos después su cabeza es un almacén de sonidos que se colapsan. Pequeños y molestos crujidos. Quizás son ruidos o quizás no, piensa, sí, lo son, un traqueteo de la puerta que podría provenir del viento, pero qué viento, de esa milésima de aire que empuja la puerta contra el marco y hace toc. Será eso o el hombre de la barba esperando su momento para entrar. Sus manos acariciando el lomo de la puerta, sus dedos preparándose para un futuro mejor. Bajo el resquicio que separa puerta y suelo, asoma una luz que tintinea, que va y viene como si alguien se interpusiera en su afán de dejarse embeber por la habitación. Alguien que esboza una sonrisa de aliento áspero, que sujeta un plan y pretende llevarlo a cabo.
Por la mañana registra hasta el último rincón de la casa. El sol lo salvaguarda, el ruido de la calle lo arropa, la televisión sorda, mamá en la cocina que casi puede protegerlo. No como cuando se atonta en el sofá y se deja embargar la esencia, cuando es menos madre que nunca y permite al hombre de la barba pasar y mirar. En la puerta del cuarto de baño cuelgan varios albornoces, en familia conforman un bulto que podrían ser su espalda. Pero es más cerca seguro, lo ve pisando ya las lozas del pasillo, a tres pasos, no más, de acceder a la habitación. Quizás esconda algún objeto en los cajones de la mesita, por eso es importante buscar, al lado del lavabo. Pero no hay rareza alguna. La afeitadora de papá, manoplas, algunos clínex, medas, cuchillas. Esas cuchillas que debería llevárselas, esconderlas en la maleta escolar y luego tirarlas a algún cubo de basura, el que hay nada más cruzar la calle, por ejemplo. Nadie de la familia las echará de menos. Quizás el hombre de la barba, sí. Quizás se enfade por eso y esta noche sea peor.
La noche navega en un mar de angustia. Los pies se le recogen a la altura de los muslos, se caracolea rodeando el ombligo. Casi puede olerse las tripas y rebuscarse valor en las entrañas. Escucha otro ruido, algo que se ha caído; el albornoz, algún bote desodorante… las cuchillas. Puede que mamá haya comprado más y las haya guardado dónde siempre y al cogerlas, el hombre de la barba, resbalara y cayeran sobre el piso. Sabría que el ruido lo alertaría, lo despertaría. Por eso levanta la cabeza, mira y sigue ahí. Si se ha movido, si ha recogido las cuchillas o pasó a toda velocidad sin que pudieran verlo, si despide olor o calor y si lleva tiempo con los ojos escarchados, ya da lo mismo. Podría llevar toda la noche y también daría igual.
Decide levantarse. Ir al sofá cruzando el pasillo y pedir ayuda o vivir cada noche eterna. Es una pena que hayan de enterarse a golpe de tragedia, sólo por el cauce del ruido, quién no llora no mama, pero qué poco costaba estar a la altura. Un vistazo más, estar cuando toca. Siente un crudo de saliva asfixiándole la garganta. Es cruzarse y esquivarlo o dejarse agarrar y, entonces, sólo cabría gritar. Las sábanas pesan más que nunca, las deja caer al suelo y reposan como si llevaran una eternidad esperando aquel momento. Sus pies tocan el piso a la vez que el frío le coagula las piernas. Piensa torpe pero actúa deprisa. Se encharcan sus ojos, gime y ahoga un alarido. El primer paso es lento. Aprieta los ojos. El hombre de la barba ríe mientras un niño se deja guiar por el rastro de luz tenue que le lleva al infinito de sus brazos.
Una pesadilla infantil verdaderamente terrorífica, muy bien relatada. Felicitaciones por el premio. Cuando te conocimos en Barcelona y fuimos a comer unas tapas, contaste una anécdota con respecto a este cuento, a tu padre y al hombre con barba al final del pasillo.Muy graciosa, por cierto.
ResponderEliminarMi padre es un personaje auténtico Cristina. Un día tenéis que conocer a mis padres. Son un buen ejemplo de la España de franquismo-posfranquismo.
ResponderEliminarNos encantaría Javi, Laure los recuerda con mucho cariño.
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