La radiografía lo dejaba bien claro. No tenía huesos, su morfología se sostenía en base a cartílagos que, unidos de forma triangular, eran capaces de sostener todo el armazón corporal. Y no solo eso, también le permitían una elasticidad impropia para su edad. En lugar de 238 huesos, su cuerpo tenía 1757 unidades cartilaginosas. Eso le proporcionaba una extraña mezcla de resistencia y fragilidad sin deformarlo o dejarlo hecho un engendro. Así que todo le parecía posible, pero a la vez, tenía que vivir con sumo cuidado, no fuera a ser que un golpe le terminara desmontando. Desarrolló una habilidad especial para el salto de longitud; estiraba sus cartílagos hasta ponerlos en situación aerodinámica y éstos, dejándose acariciar por el viento y sacudidos por la inercia, acababan sobreimpulsados. Se ganó el sobrenombre, nada original, de “El Hombre Chicle”, y su figura adquirió, éxito a éxito, la proporción de mito. En el atletismo era alguien, aunque no estaba seguro de si lo era por méritos propios. Fuera de él, sin embargo, su vida estaba llena de pequeñas complicaciones. Su estructura interna variaba con cada agitación forzosa, y eso le procuraba digestiones lentas y grandes dolores de cabeza. Incluso su corazón se movía en demasía, haciéndole cambiar, de un día para otro, de opiniones acerca de las mujeres que se cruzaban en su vida. Un día las amaba y el otro no. Unas veces suspiraba por sus huesos, y otras quería alejarlas lo más posible de su lado. Su vida sentimental era un desastre estirado hasta decir basta, aunque en lo profesional, todo había que reconocerlo, las cosas le estaban yendo bastante bien.
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