Examinando su sangre al microscopio, comprendió que dentro de él, vivían millones de hombrecitos, como En la vida es así. No dejaba de ser curioso que eso le sucediera precisamente a un científico. Pero los pequeños seres, no solo cumplían su función dentro del organismo sino que, además, eran implacables jueces de conducta y defensores de su propia ley. La ley de la conciencia y de los instintos. Así que por más que quisiera venderse a otra moral o le sedujeran nuevas formas de ver la vida, los hombrecitos no le dejaban traicionarse, ponían en marcha sus mecanismos y terminaba actuando como siempre. Ahora podía explicarse el porqué de tantas oportunidades que dejó pasar y de los momentos en que pudo actuar de otra forma y no lo hizo. Estaban tirando de él con una entereza natural e insobornable. Vivía, en fin, una dictadura vergonzante e imposible de confesar, la dictadura de los más pequeños.
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