El otro día me dijeron que hablo mucho de mis exnovias. Entre sorprendido y ruborizado, más de lo último que de lo primero, me di cuenta de que tenían razón. Hablo excesivamente de ellas, y nunca he soportado a la gente que habla de sus exparejas asiduamente como si una enfermedad psicológica les afectase, lo que quiere decir que no me soporto a mí mismo. No hablo de ellas por despecho, sino por todo lo contrario. Suelo recordar anécdotas o conversaciones que en su día compartimos y lo hago casi con un orgullo fraternal, muy masculino o muy de niño, no estoy muy seguro. Sumando, con mis tres exnovias, habré compartido entre cinco y seis años de mi vida. Y siendo amigos o exnovios, mucho más tiempo aún. Es casi imposible no acordarme de ellas. Como imposible me resulta no quererlas, aunque ya no nos amemos. Sospecho que cuando tenga bastón y ochenta años todavía las seguiré queriendo. Y sigo enamorado de lo que fuimos, si no, no se explica. Siempre he dicho que he tenido mucha suerte en el amor, muchísima. También que, en cuestiones de pareja, me acuerdo más de los momentos malos que de los buenos. Tengo impresas en mi mente conversaciones exactas que me disgustaron y algunos momentos exactos donde sufrí decepciones. Sin embargo, el tiempo parece armar su particular vendetta y, a través de las conversaciones ocasionales con amigos y familiares, me indica lo contrario. Que no sufrí tanto, ni siquiera mucho, que lo que más me viene luego a la mente son esos momentos inolvidables que pasamos juntos, y que a veces el recuerdo lo forman anécdotas y puntualidades por encima de lo que puede ser considerado tremendamente esencial. Supongo que, aún sin quererlo, esas chicas viven dentro de mí separadas de lo que ahora son, y se manifiestan, y se rememoran, y juegan y me alborotan y me crujen las entrañas casi cada día que pasa. Es su legado, algo que, vuelvo a repetir, me resulta imposible de esconder.
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