Al despertar Eulalio Sánchez esa mañana, después de un sueño intranquilo, acudió al comedor para desayunar como solía, junto al resto de su familia, y encontrose a éstos convertidos en unos monstruosos insectos. Se hallaban recostados y visiblemente relajados, apoyando sus duros caparazones sobre el respaldo de sus asientos, hablando todos en un lenguaje ininteligible y desayunando lo que parecían insectos de menor calado. Usaban sus prominentes patitas para ayudarse en la trabajosa operación en la que habían convertido el desayuno. No le quedó más remedio a Eulalio que fingir un mal despertar, uno de esos que te hacen deambular a gachas por la casa y sin hablar con nadie. Pero lo cierto era que parecía reinar el buen ambiente y no tenía mucho sentido andar peleado con el mundo. A Eulalio siempre le habían llamado “bicho raro” en el colegio, así que consideró que tampoco estaba tan lejos de sus padres y de su hermana y que sería cuestión de tiempo acostumbrarse a las nuevas costumbres de su familia. Esperaba, eso sí, que le respetasen en cuestiones de hábitos alimenticios y en otros menesteres más propios de los bípedos, aunque su padre fuera a veces demasiado testarudo. El problema sería cuando tuvieran que salir a la calle, aunque bien pensado, en esta época en la que las familias disfuncionales estaban a la orden del día, ya nada se veía tan raro. Al fin y al cabo, el mundo estaba avanzando a pasos agigantados, como si lo hiciera con seis patas al mismo tiempo.
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