La verdad es que nunca imaginé que llegaría a dónde he llegado. Es decir, a la indeterminación más absoluta. Mis expectativas sobre mí, todo hay que decirlo, eran mayores que lo que luego he resultado ser. No soy nada de lo que imaginé en mis sueños, pero a cambio, tampoco nada que no quisiera ser. Me he mantenido tan excepcionalmente fiel a mis principios que no parezco tener principio ni final. Parece que estuviera andando todo el día, deambulando de un lugar otro como un vulgar insecto. Tengo tantas ilusiones insatisfechas como motivos por los que podría presumir. Tengo veintiocho años y no tengo trabajo ni casa ni pareja ni coche ni tierras ni ningunas de esas cosas que, se suponen, nos deben hacer felices. Tengo, en cambio, un montón de papeles llenos de historias. Y amigos, tantos que no los puedo contar con los dedos de mis manos y de mis pies. A ratos, también, siento algo parecido a eso que llaman felicidad.
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