domingo, 21 de octubre de 2012

Zapping

La televisión, cansada, se preguntaba, “Y si no me gusta quién se sienta enfrente mía, ¿habrá también alguna manera de cambiarlo?”


miércoles, 17 de octubre de 2012

Mi abuela

Mi abuela murió ayer, no llegando a cumplirse dos años desde que lo hiciera mi abuelo. Se podría decir que no le gustó la vida sin él. Estaba inconforme y su manera de expresarlo fue dejándose consumir por el tiempo con una sospechosa complicidad. Cuando ayer cerró los ojos por última vez, estaba rodeada de la gente que más quería y era lo suficientemente mayor como para decir que había vivido.

Tuvo una vida de época, muy propia del momento que le tocó vivir. Provenía de una numerosa familia de campo, con muchísimos hermanos y hermanas. Si no recuerdo mal, tuvo algunos hermanos que murieron a una temprana edad, y un nutrido grupo de hermanas (ocho, creo recordar) que se mantuvieron unidas como los eslabones de una cadena, hasta ir desapareciendo en la historia. Su valor más preciado, como consecuencia, siempre fue la familia.

Y es curioso porque su familia directa, sus hijas y sus nietos, apenas hemos llegado a ser diez personas. Nos cargamos sin miramientos la tradición de ser numerosos. Por contra, ella mantuvo muchas otras tradiciones. Era una abuela a la antigua usanza: hacía de comer las mejores croquetas del mundo, veía novelas sudamericanas y programas del corazón, arrancaba los dientes de leche a sus nietos, me daba dinero a hurtadillas cuando mi abuelo no miraba y solía afrontar la vida con una sonrisa. Tenía un humor que parecía sacado de un cómic de Escobar, costumbrista, situacional. Por contra, era una persona dominante, chismosa y muy testaruda. Tanto que a veces parecía que disfrutara manteniendo una guerra de guerrillas con mi abuelo. Los dos criticándose por nimiedades, el uno al otro y por la espalda, cuando visitaban a alguna de sus hijas. Curioso para dos personas que no querían, ni sabían, vivir el uno sin el otro.

Mi abuela era especialmente propensa a hablar sobre calamidades. Se había acostumbrado desde joven a la cercanía de la muerte y la trataba sin el menor rubor, con una facilidad pasmosa. Hablaba durante horas sobre operaciones, accidentes, enfermedades y sobre la misma dama de negro y se quedaba tan pancha. Incluso vestían igual desde que mi abuelo falleció. Se llevaba tan bien con ella que logró esquivarla hasta el día de ayer. La muerte quería tanto a mi abuela que la rodeó de su familia y la acogió dormida, con un dulce abrazo. 
 
Hasta en el oficio que desarrolló durante años fue tradicional: Costurera. Arreglaba trajes con asombrosa maestría. Hacía cojines, cosía cortinas, manufacturaba sacos para guardar cosas y en definitiva, hacía de su oficio un bien muy preciado. A todos, tarde o temprano, nos venía de perlas su precisión cirujana. Lástima que el tiempo le fuera restando reflejos. Pero su obra está ahí, presente en cualquier rincón de la casa. También en su familia, donde realmente dio sus mejores pespuntes. De alguna manera cosió el hábitat de un núcleo de personas que son mi mayor tesoro. Mi madre y mi tía son fruto de la educación, el esfuerzo y el cariño que mi abuelo y ella les dedicaron. Ahora delega en nosotros el peso de una generación completa. Ya no me quedan abuelos. Mis padres y mis tíos pasan a ser los más veteranos. Y mis dos hermanos, mi primo y yo, los encargados de custodiar su legado, la creencia absoluta de que alrededor de una familia unida, las personas, al final de los finales, son felices para siempre. Y esa sí, es una tradición que merece la pena guardar.   





Lo que escribí sobre mi abuelo. 

lunes, 15 de octubre de 2012

Un mundo de tentaciones

El hincha, enamorado de la joven del equipo contrario, se dejaba engullir por la multitud desaforada camino del paravalanchas. Su nuevo amor no le iba a conceder siquiera una ocasión.

martes, 9 de octubre de 2012

El pasado mejor

El viajero del tiempo, por más que regresaba al pasado y hablaba frente a frente con el que una vez había sido confesándole sus errores y la manera de subsanarlos, por más que le decía cuál era el tiempo y el lugar exacto donde pasaría el tren que llevaba camino del éxito, por más que eso le asegurara el amor y el dinero que siempre le fueron esquivos, por más que se viera subir en él por la puerta de atrás veinte años más joven y por más que así renunciara a sus desdichas y abrazara casi el presente de un pasado mejor, no lograba quitarse de encima, ni por asomo, esa sucia sensación de fracaso.