jueves, 29 de noviembre de 2012

Las pancartas

El manifestante, movido nuevamente por la pasión del ideal, miraba a su compañera activista agolpada entre la multitud, a sus ojos rojos, a su piel desafiando al frío y a su sonrisa protestona, y se preguntaba si no era hora ya de radicalizar su protesta, sino debía cambiar el “fuera presidente” por el “fuera pretendientes”, el “no a los desahucios” por el “no a mi desahucio”, el “por una educación pública” por el “por tu educación púbica”, el “con las trabajadoras de Acasa” por el “con que te vengas a casa”, si así, transformando una a una cada pancarta a través de un discurso único, el discurso del amor, sería por fin capaz de cambiarlo todo.



viernes, 23 de noviembre de 2012

El preso

Debimos sospechar cuando se llevó el colchón al cuarto de baño y, con mucho esfuerzo, logró encontrarle acomodo en algún sitio entre el bidé, la placa de ducha, el váter y el lavabo. Estoy haciendo un experimento, aseguró. Luego se llevó un tiempo sin salir, sonó la afeitadora, el ruido propio de la cisterna, derivó a mi mujer al otro baño (al otro, dijo, ve al pequeño) y finalmente, cuando ya me impacienté y lo tomé como uno más de sus despistes, una de esas veces en las que se le va el santo al cielo y no repara en que esta casa somos cinco y no solo uno, cuando le dije que ya era hora de que saliera y que los demás teníamos cosas que hacer allí, solo entonces, cerró la puerta del baño, usó el pestillo y dijo: Que no, que no salgo.

Mi padre estaba en contra de todo de lo que estaba pasando. ¿Pero de qué exactamente? pregunté extrañado. Pues de todo esto hijo, de todo esto. Y ahí dentro se quedó: segundos, minutos, horas, días. Solo abría la puerta de manera funcionarial para coger la comida, nos pasaba la bandeja que había usado la última vez, saludaba y volvía a cerrar la puerta y el pestillo. Nos dijo que no iba a salir hasta que las cosas marcharan bien en la ciudad, en la provincia, en el país y en el mundo entero y que, tal y como pintaba el panorama, sabía que nada iba a cambiar y que, por tanto, le esperaba una buena temporada allí. Luego nos pidió mantas para pasar el frío invierno y más tarde que mandáramos, de su parte, una carta suya a los periódicos de la provincia. La había redactado a mano con el pulso tembloroso que acostumbraba pero un discurso firme y decidido. 

Obviamente, su carta no pasó del cajón de mi escritorio. De vez en cuando íbamos y le preguntábamos cuáles eran sus intenciones y si tenía pensamiento de seguir mucho tiempoallí. ¿Ha cambiado algo? preguntaba, y nos íbamos sin saber qué decir. Mi mujer, molesta con la actitud de mi padre (que nos obligaba a ella, a mi hijo y a mí a usar el otro servicio, mucho más pequeño), insistió en llamar a un psicólogo. Habilitamos unas sillas en el pasillo, al lado de la puerta del servicio, donde se sentaban las visitas a charlar con él. Actuaba con naturalidad, como si nada raro sucediera. Hablaba por los codos e igual se indignaba que se reía, tal y como era él, lo cual no quitaba que pareciera estar preso. ¿Preso? Preso solo de mis ideas, de mi sentido de la justicia, de esta pena que me embriaga y no me deja salir de aquí. Al final, desistí y acudí a un profesional. Casi ninguno quería venir a domicilio así que tuve que buscar hasta que al final uno accedió a venir a casa. Tenía preparada su silla en el pasillo. La charla con mi padre duró algo menos de cincuenta minutos. Está perfectamente. Algo triste, pero bueno, es propio de los viudos, dijo el psicólogo. ¿Y qué podemos hacer? Después de pensarlo un poco, contestó: ¿Han pensado en mandar esa carta a los periódicos? 

Ni siquiera la había leído al completo, hice copias tal y como me había sugerido y me acerqué personalmente a tres redacciones a entregarla. Mientras, los días y las noches pasaban con una lentitud burocrática. Mi madre me hubiese matado de haber llegado a conocer que estaba permitiendo aquello. Algunas noches, cogía una manta, me acercaba el sillón hasta el pasillo y me ponía a hablar con mi padre. Nos cenábamos la madrugada y luego iba al trabajo visiblemente cansado. Mi padre no, mi padre se quedaba durmiendo. Pero era un buen precio a pagar. Yo nunca había hablado en serio con mi padre, nos habíamos limitado a acompañarnos en la vida por automatismo, porque es lo que se supone que deben hacer los padres y los hijos. Pero nunca habíamos sido confidentes ni amigos fieles ni nada que se le pareciera. Él me educó, pagó mis estudios, nos ayudó con el piso y estableció un nicho familiar donde mis hermanos y yo fuimos felices toda nuestra infancia, yo, a cambio, le ayudé a sobreponerse cuando mi madre falleció y luego lo traje a casa a compartir nuestros días, aunque estos fueran silenciosos. Parecía un trato justo. Durante su encierro, adquirí la costumbre de hablar de asuntos que nunca habíamos tratado. De películas, de novelas, de los informativos de la radio, de mis hermanos, de mamá, del pasado. Sonaba contradictorio, pero en ese pasillo, entre el silencio de la madrugada y la voz radiofónica de mi padre, puede que pasáramos nuestros mejores días juntos. Yo notaba como el viejo se quedaba dormido durante las charlas mientras hacía un esfuerzo por mantenerse despierto. También cómo para mi mujer, rebosaba el vaso de la paciencia.

Tres días más tarde, llamaron a casa desde la redacción un periódico. Querían entrevistar a mi padre. Acondicionamos el pasillo de manera decente y los periodistas encontraron un lugar cómodo donde trabajar. Mi padre hizo un discurso algo naif sobre el estado de las cosas, arremetió contra políticos y banqueros, abogó por un mundo más justo y ratificó su compromiso con la sociedad a través de sus intenciones, quedarse allí todo el tiempo que hiciera falta. Decía que se subestimaba el poder que teníamos las personas y que ya iba siendo hora de reivindicarlo. Ocupó parte de la portada el día siguiente con ese mismo titular. Aunque al principio dudé si era lo conveniente, terminé pasándole un ejemplar. Se oyó el silencio un buen rato al otro lado de la puerta.

Una semana más tarde fue el aniversario de la muerte de mi madre. Mi padre me pidió que le acercara su traje, se vistió escrupulosamente y, después de varios meses, salió del servicio camino del cementerio. No quiso que le acompañáramos. El lugar que abandonó estaba ordenado y las sábanas y la ropa, convenientemente dobladas a un lado del colchón. Otra cosa no, pero mi padre es un tipo aseado. Después de tanto tiempo allí, no dejó síntomas de abandono. Al volver a casa me pidió que le ayudara a devolver el colchón a su sitio. Ya lo he quitado papá, le dije. Ah, mejor, así luego no me dolerá la espalda, y se fue sonriendo de manera extraña como un niño travieso, como si todo hubiese sido una vulgar broma, como si todo lo importante en realidad no lo fuera tanto o como si lo normal, lo poco transcendente, fuera, a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Descarface, otra forma de sentir

Por fin, la gente pudo reciclar sentimientos y recuerdos. Descarface fue la primera empresa en encargarse de ello. Luego vino Vital Comprension y Vitabite, que se establecieron como alternativas de calidad. Las tres, desalojaban el superpoblado espacio de la memoria, donde se acumulaban vivencias ya vetustas, ávidas para un desahucio. Descargaban el cerebro dándole una increíble sensación de desahogo. Potenciaban la intensidad de lo que queda para uno y repercutía en una mayor lucidez a la hora de enfrentarte al día a día. “Es como un disco duro que, de repente, ya no está lleno. Te sientes como un ordenador a pleno rendimiento”, decían los usuarios. No todo lo vivido era susceptible de permanecer guardado, y sin embargo, muchos sucesos se anclaban en lo más profundo del ser humano. Ahora existía una alternativa, ¿de qué servía acordarte de la primera vez que fuiste sólo al cuarto de baño, de cuando viste esa infame obra de teatro o sentir, de nuevo, el rencor acumulado hacia un amigo que perdiste para siempre? Con las nuevas bolsas de reciclaje, toda esta purga era posible. Bastaba con seguir, paso a paso, el método de descarga explicado en la pegatina del anverso. La gente limitaba sus recuerdos a lo imprescindible, ¡había tanto bueno por guardar! Lo demás, sencillamente, lo desechaban. Aunque hubo quienes defendían la vieja forma de suceder en el tiempo y el encanto de las pequeñas cosas, paulatinamente, la mayoría de personas comprendieron el absurdo de mantener por mantener. Los chatarreros, antes del paso de los camiones, se colaban en los contenedores llevándose las bolsas aún calientes. Luego iban a quiénes la vida no les permitió vivir y les revendían los recuerdos: el desconsuelo de un desengaño, la velocidad de conducir, el arte de bailar, de llorar, saber por primera vez cómo era eso de amar a alguien. La humanidad estaba siendo caritativa de alguna extraña manera y unos y otros sentían como en una sociedad de clases. Era, en el fondo, otra realidad jerárquica más, la de los sentimientos. 

martes, 13 de noviembre de 2012

Los disparos

Algunos dicen que los primeros disparos se escucharon en un pueblo perdido en la frontera de Aragón y Cataluña, aunque no han sabido o querido especificar cuál. Otros dicen que no, que fueron seguro en Aluche, un barrio obrero de Madrid. Y luego están los que afirman que el jaleo nació en Andalucía, en la ciudad del castigo y del delirio, Jerez. Tengan razón los unos o los otros, lo cierto es que en algún sitio alguien tomó una pistola y comenzó a disparar, alguien recibió los disparos y alguien contestó del mismo modo empujando así una bola de nieve que, ladera abajo, no dudó en arrasar con todo. Del conflicto surgieron bandos y de lo bandos nuevos conflictos y ahora todo se ha dispersado y reproducido con la velocidad imparable con la que se dispersa y se reproduce el miedo. En mi barrio, los tiros y los gritos se escuchan desde la semana pasada, y cualquiera sabe lo que puede pasar. El gobierno es un pelele de manos atrofiadas. Hace tiempo que venían decidiendo por él y ahora no sabe siquiera articular tres palabras tranquilizadoras, es un desgobierno, una banda de pájaros dispuestos a traicionarse entre sí. No hay lugar en este maldito país donde no se huela su mierda. Las poblaciones de montaña, los apartaciudades de la costa, las grandes capitales de provincia. Todo embadurnado en el barro de la codicia, todo poblado de gente que lo quiere todo.  

Llevo tres días aquí y se agota la comida. No sé qué hacer, si esperar o no. Lo mismo son tres días más, lo mismo dura una eternidad. Yo lo estoy viviendo así. Dicen en las redes que las grandes compañías tienen prohibido cortar los suministros. Pero se han dado las primeras deserciones en puestos de trabajos clave, los primeros agujeros negros en el mecanismo imperfecto de las grandes urbes. Las tiendas de barrio, por su parte, se han organizado mediante correo electrónico y las redes sociales. Mandas una solicitud y entonces ellos te citan a una hora y tú te armas hasta los dientes, estudias el itinerario, evitas los puntos de conflicto y sales a jugarte la vida por un poco de pan. Así era en la prehistoria y nadie se quejaba. Ahora me quejo por un poco de violencia. Odio la violencia pero sería capaz de matarlos a todos. 

Ayer me escribieron mis padres, desde la otra punta del país. Están bien, hacinados en el piso de arriba y con una provisión para mantener un regimiento. Todo esto les ha pillado mayores, pero mi padre siempre será un previsor. A mí también se me ha hecho tarde, pero algo menos. A esta edad ya debiera ser mi vida otra mucho mejor. La que habían pronosticado mis padres, por ejemplo. Esa de la carrera y el trabajo de por vida. No que comparto piso y cada vez que sonaba la puerta estos días atrás, me estremecía como un niño meándose en los pantalones. Por fortuna, todos mis compañeros parecen haber desaparecido. Ninguno dejó una nota de despedida ni nada que se le pareciera. Al menos tuvieron el detalle de dejarme su comida, útiles de aseo, ropa, mantas. Viven lo suficientemente cerca como para poder irse en las caravanas de paz que han negociado los diferentes bandos. Han despreciado lo material en pos de un acercamiento familiar. Y es que todo suma, es más fácil matar a ocho que a ochenta.

Estar sólo es mucho más jodido: tienes que vigilar las ventanas, dormir con un ojo alerta, no hacer demasiado ruido, vivir como un muerto. Por la noche, intercambio mensajes gracias a la linterna con Andrea, la vecina, aún a riesgo de quedar al descubierto. Pero qué coño, sólo el desamor da más miedo que todo esto. No sé qué quiere decirme pero tampoco importa mucho. Por lo demás, la red me acompaña de manera fiel, al menos hasta que aguante la electricidad. Allí ya conviven miles de testimonios. Tuits, retuits, diarios de guerra, actualizaciones, crónicas. La catástrofe se replica cibernéticamente. Es la vida real, dicen, pero a mí puede haberme acercado a la muerte. Nunca me corté para expresarme y ahora todos saben de qué pié cojeo, opiné de todos los problemas que sufría el país y lo difundí más allá del infinito. Era un alarde innecesario. Compartir. Compartir. Compartir. 

Me pregunto por qué lo hacía. Sería un exceso propio de la libertad. No era yo, era la libertad, podría decirle a quien venga a ajusticiarme, quizás eso sirviera para pararle los pies. Muchas otras personalidades han hablado en la historia en nombre de la libertad ¿Por qué no podría entonces hacerlo yo?    
 
Ya he leído amenazas entre algunos usuarios. En la calle no serías tan valiente, ¿cómo que no?, ni tres vidas te salvarían, se han llegado a decir. Gente que se intercambiaban sonrisas y que ahora se pegarían un tiro. Soy tan cobarde que de repente tengo afonía en la red. He borrado mis datos y vivo entre seudónimos. Cada cuenta la uso dos o tres días a lo sumo, y luego muto sin dejar rastro. Entre un perfil y otro he podido saber que la vecina está igualmente asustada, y que en el barrio ya hay quien busca la cabeza de gente como yo. Se busca, preferiblemente muerto, pondrá seguro un cartel ahí afuera con una fotografía mía en tono sepia. He pensado que podría llamar a la vecina y pedirle que  huyera conmigo, convencerla de algún modo. Vamos Andrea, vayámonos de este jodido mundo, desafiemos al tiempo y al espacio y perdámonos rumbo a ninguna parte. Qué más da quién seas, qué más da quién soy y qué más da lo que hayamos construido, ¿es que acaso no parecemos empeñados en destruirlo? ¿Qué más da todo, Andrea, si nos tenemos el uno al otro?