viernes, 30 de diciembre de 2011

Adiós 2011

Como si el reloj no tuviera nada que ver con él, el tiempo ha pasado volando y otro año más busca cobijo en la memoria. Al hacer recuento, me ha entrado un vértigo enorme. Se han sucedido, una tras otra, las imágenes de lo que fue este 2011. Un año en que he envejecido como en aquellas dos viñetas de "Espera", de Jason, donde el protagonista crece en un abrir y cerrar de ojos. Una elipsis hasta la adultez, muy a pesar mío. Año tricéfalo; antes y después de Sandra, antes y después de Valencia (y la empresa) y antes y después de Barcelona. Echaré poco de menos este año. Lo acabo con la mayor incertidumbre laboral y/o formativa que recuerdo en mi pequeña historia y con la sensación de un futuro extremadamente incierto. Si me dicen que escriba, en un papel, como estaré el año que viene a estas alturas, no sabría precisar absolutamente nada. Vivo, espero. Todo lo demás, sería hablar por hablar. Lo único por lo que pondría la mano en el fuego, es por la certeza de que seguiré escribiendo. Llueva, nieve, truene o haga un sol inmenso. Escribir es barato, papel y boli y poco más, y a veces ni eso, pues siempre puedes escribir en tu cabeza. Hace tiempo dije que escribir era una manera de salvar mi mundo. De salvarme, en definitiva. Hoy, me da mucho miedo la tremenda literalidad que ha adquirido esa frase.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Cara a cara

El terrorista ensayaba el encuentro con el familiar del hombre asesinado enfrentándose a otra persona abatida, vacía, con mil porqués rondando por su cabeza, y que, después de todo, lo único que quería era aportar algo que desahogara tanto daño. Se miraba al espejo.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

La fábrica de mentiras

Los pocos inocentes que quedaban, trabajaban para la fábrica de mentiras. Les aseguraron que las máquinas que tenían bajo su responsabilidad fabricaban ideas para hacer un mundo mejor. Debía ir muy mal la cosa, solían pensar, ya que cuando salían afuera, el mundo parecía cada vez más gris, como rodando hacia un precipicio infinito. Pero para ellos no era más que un acicate, y se esforzaban multiplicando su productividad y haciendo horas de más con tal de evitar una catástrofe.

martes, 27 de diciembre de 2011

De ocasión

Paseando por el rastro, vio los restos de un amor que se estaban vendiendo a precio de saldo, casi regalado. Curioso como se había devaluado eso del amor. Eran recuerdos varios, regalos de los cuales no entendía bien su significado, fotografías, algunas cartas avejentadas… todo metido en una caja de cartón por la que sobresalía la cúspide de una planta y tenía superpuesto un cartel que alertaba de la ganga. De ocasión, cinco euros. ¿Y si lo compraba para sí mismo? Podría aunarlos y depositarlos en el cajón donde solía guardar su escasa memorística sentimental. Total, tampoco iba a costarle tanto. Entre medias, se entretendría husmeando en los asuntos que ya podría considerar como propios. Conformaría una hipótesis sobre qué había pasado, cuáles habían sido los motivos de las desavenencias y por qué toda esa historia había acabado allí, aglutinada en un amasijo imposible. Cuando hurgó en su bolsillo, le faltaban algunas monedas para alcanzar el precio establecido. Mire, solo tengo esto, dijo. El vendedor, con cara de condescendencia contestó, está bien, es todo suyo. Recogió los chismes y partió hacia su casa.

Andrea era una chica sentimental. Las cartas recogían la epopeya con la que significaba sus vivencias. Tenía más o menos su edad, era más o menos dulce, más o menos considerada, más o menos educada, más o menos histérica, más o menos impertinente y más que un desamor y menos que un recuerdo. Repasó las fotografías y se quedó con las más pertinentes. Aquellas en las que salía sola y algunas con lo que pudiera ser un sobrino, hermano pequeño o hijo de algún amigo. Por la correspondencia dedujo que no había querido tener hijos, que aún se veía joven, aunque apenas le faltaba un suspiro para lanzarse a la aventura. Una señal que pareció no llegar nunca. El resto de las fotografías, donde salía acompañada o con su antigua pareja, alguien al que venía a sustituir, las quemó. Fue parecido a incinerar una parte de sí. Escaneó una de sus fotografías y la trató digitalmente para situarse al lado de Andrea. Quedaban bien en el salón, al lado de otras instantáneas de familia. Se les podía ver juntos caminando por Granada, aunque él ni siquiera conocía la ciudad. El Paseo de los Tristes, tenía escrito detrás. Le pareció una metáfora perfecta.

Con el tiempo, se acostumbró a tener una ex pareja como Andrea. Fue corto, pero intenso, comentaba a sus amistades. Se mostraba abatido y hablaba siempre en cualquier pretérito del pasado. ¿Cómo la había dejado escapar? A veces no se valoran las cosas hasta que no se caen de las manos. Le costaba, eso sí, comprender por qué no le llamaba, como podía aguantar sin él, sin una señal, una correspondencia, una perdida o el más mínimo rastro de nostalgia desobediente. A él, sin embargo, le creció en el estómago un agujero insoslayable. La ausencia, que debía ser así.

Se obligó a salir y a recuperar el ánimo. Lo hizo gracias al gimnasio y a base de una medicina llamada tiempo. Un día encontró a Andrea paseando por el supermercado. Fue a saludarla con intención de preguntarle qué tal le iba todo, profundizar en sus cosas por una mezcla de interés, cortesía y respeto al recuerdo. Pero ella, ruborizada, correspondió con un hola discreto y siguió a sus cosas como si nunca hubiera sido. Se preguntó cómo podía tratarse de la misma persona con la que compartía todos esos recuerdos, qué había sido de su genial sonrisa, de su amabilidad, de la joven transparente que algún día fue, cómo hicieron para que, en tan poco tiempo, hubieran llegado a tratarse así, fríos como un témpano de hielo, con la argucia con la que se tratan dos simples desconocidos.

lunes, 26 de diciembre de 2011

La melodía del miedo

Al mirar atrás, el flautista comprobó que, en lugar de ratas, le venían siguiendo una horda descarriada de caminantes que, entre sí, solían llamarse personas.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Las preocupaciones

Es duro saberse la única preocupación de alguien. Para mi padre, su única preocupación somos nosotros: sus hijos. Por lo demás, el hombre es razonablemente feliz. Se jubiló hace poco después de intentar cambiar el mundo porque entendió que para cambiar algo, lo mejor era hacerlo tú mismo y la manera, era empezando por tu entorno. Me sorprende que mi padre haya sobrevivido tanto tiempo en el nido de víboras que se hallaba inserto. Puede que porque su bandera siempre fue la honestidad y porque a nadie le procuró mal, más que alguna vez a sí mismo. Ahora, todas las mañanas sale con mi madre a desayunar a un bar y rastrean el barrio hasta hallar el lugar perfecto. Bueno, rápido y barato, es su lema. Supongo que verse desayunando cada día con la mujer que le ha acompañado más de media vida debe ser lo más parecido a la plenitud que existe. Y que, quizás, la felicidad tenga la figura bajita, rechoncha y adorable que tiene mi madre.

A veces pienso que nos hemos convertido en sus antagonistas. Que igual que él partió de la pobreza para llegar a donde ha llegado (tiene ahorros, una casa en propiedad, tres niños que cursaron y aprobaron estudios superiores y una mujer que le respeta y admira), nosotros parecemos destinados a vivir el camino inverso. Partimos de un lugar de privilegio y poco a poco nos vamos hundiendo en este lodo de mediocridad que nos ha tocado vivir. Cada vez somos menos lo que proyectamos y estamos devaluados en esa gran bolsa de mercado en la que se ha convertido la vida. Quisiera darle una explicación de todo esto, pero me he hallado aquí y así en un abrir y cerrar de ojos, y sinceramente, he estado tan ocupado viviendo que no tengo las respuestas. Es más, ni siquiera comprendo las preguntas. Hoy lo hablábamos a la comida, en menos de la mitad del tiempo que podrían durar nuestras vidas, suponiendo que morimos de causa natural y siendo ancianos, ya sabemos que no somos lo que nos hubiera gustado ser. También que casi nadie lo está logrando y que casi nadie nunca lo ha logrado, pero el mal de muchos es un consuelo de tontos. En fin, no podré ser un padre joven ni un hombre que encontró lo que estaba destinado a ser, ni tendré un amor para toda la vida porque ya me quitaron, poco a poco, trocitos de eso que me cabalga en el pecho. No tengo, ni tan siquiera, un empleo estable ni un espejo que me devuelva optimismo. Y no me sabe mal por mí, que este año, que puede que haya sido el año más difícil de mi vida (dejé un proyecto de empresa, me dejó un amor y nos dejamos, por momentos, la ilusión y yo como dos extraños que viajan en vagones distintos del mismo tren), he sido bastante feliz, he conocido gente maravillosa y me ha acariciado, con todo, la cara amable de la vida; me sabe mal por él. Porque el hombre se levante y piense en qué ha hecho para merece esto, haberlo dado todo y que la vida le conteste así, tan déspota, con hijos que naufragan y que no pueden ser lo que ellos anhelan ser. Serán las contraindicaciones de la existencia y habrá que aceptarlo, qué remedio. Pero bien me gustaría que, más pronto que tarde, pudiera yo encontrar un oficio y la estabilidad precisa para que llegue el día en que mi padre, sin saberlo e imperceptiblemente, se preocupe únicamente por el sabor del tomate de tal o cual tostada, si le sirven el café caliente, muy caliente o templado como le gusta a él, si le colocan la aceitera en la mesa o si el desayuno cuesta, más o menos, los 1,80 por cabeza que tenía pensado gastarse.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Feliz Navidad

A la hora de repartir los regalos, Santa Claus comprobó que los regalos verdaderamente importantes no estaban, ninguno, dentro del saco.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Un nudo en la garganta

Cuando en el último ensayo, el encantador de serpientes notaba como el lomo de su cobaya iba enredándose en torno a su cuello, e iniciaba, lentamente, el camino hacia su gaznate, pensó en que quizás no tenía las cosas tan controladas como creía y que bien pudo haber rebajado el tono, déspota y desafiante, con el que le había estado hablando durante las últimas semanas.


miércoles, 21 de diciembre de 2011

Las Reglas del juego

Cuando a Regla, siendo todavía una niña, le castigaron en clase no por lo que había hecho, sino por lo que sus compañeros decían que había hecho (alguien lanzó el rumor de que ella había escondido en su mochila las muñecas de otra alumna, y otro alguien lo corroboró, dijo que así había sucedido, y de esa manera se formó una mentira tan infesta que todo el mundo aceptó como verdad), se dio cuenta de que la opinión de la gente era lo que realmente importaba. Con el tiempo, su afición a las encuestas, estudios e investigaciones respecto a las corrientes de opinión, se hicieron tan habituales que se convirtió en una manera de entender la vida. Las encuestas le enseñaron a conocer mejor el entorno y captar opiniones acerca de cualquier tema, por insignificante que pudiera parecer. De alguna manera, las encuestas le abrieron el mundo como un abanico de sensibilidades.

Así, lo que el grueso popular opinaba, lo tomaba casi como un dogma de fe. Si iba a salir, por ejemplo, encuestaba a sus amigos a través de las redes sociales, ¿cine o pub? ¿Playa o montaña? Si tenía tiempo, aún salía a la calle para consultar asuntos de mayor calado, ¿Qué carrera aconsejaríais hacer a una chica de tales características? ¿Debería dejarle caer a Jorge, que quiero ir al cine con él, siendo que solo lo he visto dos veces con anterioridad?, dilemas propios de la adolescencia, ¿Cuál es la media de la paga semanal que reciben al mes los adolescentes por parte de sus padres? ¿Era normal su privada afición por leer relatos eróticos?, o simples caprichos para los que tenía que elegir un público específico, ¿con qué ropa salgo hoy? La propia naturaleza de sus preguntas exigía destinatarios concretos.

La opinión de anónimos era, por lo general, tenida más en cuenta. La estadística revelaba la cercanía como un avivadero de mentiras piadosas y la distancia guardaba ese perfume de sinceridad que, con el tiempo, había comenzado a distinguir. Por eso le gustaba armarse con carpeta, papel y bolígrafo, y patear la calle buscando una voz desconocida.

Cuando creció, Regla descubrió un fenómeno por encima de las encuestas. Algo así como el súmmum del fenómeno demoscópico: La opinión de los expertos. Había leído en muchos foros al respecto, y coincidían en que eran opiniones cuasi definitivas respecto a cualquier cosa, que creaban tendencias de comportamiento social. Pero, ¿Cómo averiguar si era cierto? Regla realizó una ambiciosa macroencuesta con tal de comprobarlo. Y resultó que sí, que los expertos tenían una influencia tan enorme en el orden de las cosas que era incapaz de entenderlo. Eran, además, grandes pronosticadores y agoreros, videntes contemporáneos.

Fue como descubrir la habitación secreta de una lujosa mansión. Comenzó a aficionarse a esa guía indeleble que era la opinión de los expertos. Si tenía problemas con su motocicleta, Regla acudía a los mecánicos más conocidos del barrio, si su problema era usar, o no, rímel para la noche del sábado, entonces telefoneaba el viernes a las amigas o conocidas de mayor conocimiento del mundo de la estética. Si necesitaba apoyo sentimental, recurría a sus mejores amigas, en definitiva, las que mejor la conocían. Se autoindujo al terreno de los entendidos sin apenas darse cuenta. Ya solo recurría a las encuestas para asuntos triviales o por mera costumbre, pero cuando le afectaba un asunto trascendente, entonces eran los expertos quiénes dictaban sentencia.

Todo cambió cuando se enamoró de Nicolás. Tenía una mirada tan penetrante que no hicieron falta estudios que lo constataran. Era especial, como una verdad inquebrantable. No había doble rasero en sus gestos ni en su manera de tratarla, venía puro de algún lugar que necesitaba averiguar. El chico nuevo de la clase era también el chico nuevo de sus pensamientos.

Pero era, además, difícil de abordar. Los sondeos que realizó a pie de patio, fueron infructuosos. Ni uno de los consejos extraídos posteriormente, sirvieron para ganarse un trato de favor de Nicolás. Las encuestas, que lo tildaban como un chico sensible y leído, erraron cuando actuó en consecuencia y le envió una anónima carta de amor o le dejó un cómic de Spirou. Ni mencionó la carta a su grupo de amigos ni le gustaron las historias de Franquin.

Los expertos también erraron en sus consideraciones. Pronosticaron un gradual acercamiento, en torno al mes de marzo, y llegó marzo y la cosa seguía tibia y su amor resultaba cada vez más difícil de maniatar. Especularon sobre la posibilidad de enviarle un mensaje al móvil, y después de hacerlo, la cosa no avanzó ni un milímetro. Por mucha fe que les tuviera, lo cierto era que la opinión de los expertos la estaban conduciendo al desastre. Regla se desesperaba, pero ya avisaron las encuestas de lo imprevisible que era eso del amor. ¿Tanto como para sobrevolar todas las escalas de actitud, cada estudio, cada barómetro a los que acudía? Supuso que sí.

Así que una mañana, después de un sueño inquieto, decidió que no tenía mucho más que perder y que era buen día para traicionarse. Se vistió como vino en gana y salió a la calle buscando a Nicolás, ajena a cualquier opinión. Sabía tanto de él que no tardó en encontrarlo. Cuando lo tuvo enfrente, sin un guión ni sondeos en los que ampararse, hizo lo único que podía hacer, dejarse llevar por lo que le dictaba el corazón. Le salió un discurso desenfrenado que surgía del fondo del estómago. La cara de Nicolás mutó como un poema indescifrable. Extrañamente, se sintió bien. A Regla, después de tanto tiempo, no le sirvieron las reglas.