miércoles, 29 de febrero de 2012

La luz del mundo

Las lámparas decidieron encenderse solo para la gente que merecía luz. Así, entre los que merecían y no tenían lámparas y los que tenían pero no las merecían, el mundo quedó tuerto, casi a oscuras, viendo las cosas tan negras como realmente venían siendo.

domingo, 26 de febrero de 2012

Otra vuelta de tuerca

Al perder el llavero, el ama de llaves, excitada, comprendió que por fin iba a vivir como todo el mundo. Abriendo o cerrando puertas sin retornos, sin saber cuándo iba a ser la última vez que pasaba por cada una de ellas.

viernes, 24 de febrero de 2012

La máscara

Aquella mañana se levantó y, por fin, cogió la máscara. La había cosido hace algunos meses de manera improvisada y le había quedado un cubrerostro deforme, casi monstruoso. Entonces la guardó en un cajón y no quiso saber más. Se fue convenciendo de que no la necesitaría, que era una cosa de locos. Aunque lo cierto era que cada día, al levantarse, sentía la tentación de pasar por ese cajón de la mesita, tomar la máscara y salir a hacer lo que debía. Lo había planeado desde hace tanto tiempo que debiera estar pudriéndose por dentro. Se sorprendía que de sus ojos, su boca, su nariz y sus orejas, no brotara ya ceniza. Pese a que intentó usar el tiempo para mitigar su rabia, no pudo contenerla más, como si un demonio le estuviera poseyendo por dentro. La vida era una carga tan pesada que obligaba a tomar decisiones. No había vuelta atrás. Preparó la mochila tal de manera metódica y se lanzó la calle. De las opciones previstas, eligió una zona alejada del piso en la que pudiera aprovecharse del gentío, de esas corrientes que vienen y van. Así sería definitivamente anónimo. Merodeó por la zona a cara descubierta, vestido de escrupuloso luto. Quizás fuera a su propio funeral, pues más tarde ya no sería el mismo. Contó hasta diez, suspiró y alcanzó el centro de la calle. Se puso la máscara. Allí, se arrodilló y sacó el cartón de la mochila. Lo puso entre sus piernas de cara a los transeúntes. Necesito limosna, por favor, no me obliguen a quitarme la máscara.

miércoles, 22 de febrero de 2012

La esperanza

Aquella mañana su planta le habló.

Hola, buenos días, dijo. Perdona que te diga, pero es triste esta penumbra a la que me has sometido. ¿No sería mejor sacarme al sol? Unos metros desplazándome por la cornisa y nada más, así ganaré las horas necesarias para sentirme bien. Ya tengo suficiente con la tortura de la radio, con esos informativos tan tristes y los programas donde la gente se grita de rabia, para que encima me tengas aquí en una esquina olvidada. Mira mis hojas flácidas de no querer levantarse, mi tallo endeble de suplicar su vuelta a la tierra y mi espíritu alicaído que apenas me deja hablarte. Así es complicado levantar cabeza como te puedes imaginar, si te pasas el día entre el frío y la sombra, si el azul del cielo se convierte en una quimera, si te sientes ahogada por el único placer del agua y suspiras porque algún día, si tienes suerte, quizás se filtre entre las mamparas un inconsciente rayo de luz.

lunes, 20 de febrero de 2012

La Antipolicía

La Antipolicía comenzó funcionando clandestinamente. En barrios y acciones puntuales, avisando a sus integrantes con poca antelación y demostrando una efectiva puesta a punto. Lo habían leído en algunas novelas de ficción. Los uniformes se los cedió un viejo rico que creía que aún podía cambiar el mundo y prefería permanecer en el anonimato. Eran de colores llamativos, porque no hacía falta esconderse y porque uno creía que eran más de los que eran. Luego la gente pasó a hacer donaciones. Cuando hubieron acordado, eran tan grandes como habían imaginado. Se organizaron a través de Internet. Surgió como un reclamo. De ellos hacia la gente. O al revés. En el fondo, era la gente la Antipolicía y la Antipolicía era la gente, la misma cosa. Los interesados en afiliarse enviaban sus datos personales junto a un curriculum a una base de datos, se comprometían a cumplir un código ético y en cuestión de días, si la dirección lo estimaba oportuno, le mandaban una contraseña a su correo electrónico. Habían habilitado un espacio virtual donde todas las acciones de la organización eran informadas escrupulosamente. Acción, motivos de la acción, causas de la acción, posibles consecuencias y hoja de ruta. No se pedía exclusividad ni obligatoriedad, pero por alguna razón, los integrantes siempre encontraban el tiempo y el modo. La organización, por su parte, buscaba la tarea perfecta para cada miembro. Las acciones se centraban a la tarde noche, cuando apenas quedaba luz. Un escritor afiliado dijo que, probablemente, fuera lógico para los tiempos que corrían. Actuar a oscuras, en un mundo ciego de no verse. Los Antipolicías habían pasado, antes de actuar, un exhaustivo estudio psicológico. En realidad, no había quién no se sorprendiera de lo articulada de su estructura interna. Psicólogos, pedagogos, educadores sociales, políticos apartidistas, camioneros, periodistas, relaciones públicas… los restos de una sociedad enferma, un equipo con el que poder inventar otro mundo. Pero no tenían más remedio que compartirlo, que vivir en el que había. Por eso lo de combatirlo con sus propias armas, muy diferentes a las que se venían usando: servir y respetar al ciudadano, velar por sus derechos fundamentales, ayudar en la organización de actividades cívicas, funcionar como bastón para una sociedad que andaba coja, cojísima, casi arrastrándose y desorientada desde hacía demasiado tiempo.