Debimos sospechar cuando se llevó el colchón al cuarto de
baño y, con mucho esfuerzo, logró encontrarle acomodo en algún sitio entre el
bidé, la placa de ducha, el váter y el lavabo. Estoy haciendo un experimento,
aseguró. Luego se llevó un tiempo sin salir, sonó la afeitadora, el ruido
propio de la cisterna, derivó a mi mujer al otro baño (al otro, dijo, ve al
pequeño) y finalmente, cuando ya me impacienté y lo tomé como uno más de sus
despistes, una de esas veces en las que se le va el santo al cielo y no repara
en que esta casa somos cinco y no solo uno, cuando le dije que ya era hora de que
saliera y que los demás teníamos cosas que hacer allí, solo entonces, cerró la
puerta del baño, usó el pestillo y dijo: Que
no, que no salgo.
Mi padre estaba en contra de todo de lo que estaba pasando.
¿Pero de qué exactamente? pregunté extrañado. Pues de todo esto hijo, de todo
esto. Y ahí dentro se quedó: segundos, minutos, horas, días. Solo abría la
puerta de manera funcionarial para coger la comida, nos pasaba la bandeja que
había usado la última vez, saludaba y volvía a cerrar la puerta y el pestillo.
Nos dijo que no iba a salir hasta que las cosas marcharan bien en la ciudad, en
la provincia, en el país y en el mundo entero y que, tal y como pintaba el
panorama, sabía que nada iba a cambiar y que, por tanto, le esperaba una buena
temporada allí. Luego nos pidió mantas para pasar el frío invierno y más tarde que
mandáramos, de su parte, una carta suya a los periódicos de la provincia. La
había redactado a mano con el pulso tembloroso que acostumbraba pero un
discurso firme y decidido.
Obviamente, su carta no pasó del cajón de mi escritorio. De
vez en cuando íbamos y le preguntábamos cuáles eran sus intenciones y si tenía
pensamiento de seguir mucho tiempoallí. ¿Ha cambiado algo? preguntaba, y nos
íbamos sin saber qué decir. Mi mujer, molesta con la actitud de mi padre (que
nos obligaba a ella, a mi hijo y a mí a usar el otro servicio, mucho más
pequeño), insistió en llamar a un psicólogo. Habilitamos unas sillas en el
pasillo, al lado de la puerta del servicio, donde se sentaban las visitas a
charlar con él. Actuaba con naturalidad, como si nada raro sucediera. Hablaba
por los codos e igual se indignaba que se reía, tal y como era él, lo cual no
quitaba que pareciera estar preso. ¿Preso? Preso solo de mis ideas, de mi
sentido de la justicia, de esta pena que me embriaga y no me deja salir de
aquí. Al final, desistí y acudí a un profesional. Casi ninguno quería venir a
domicilio así que tuve que buscar hasta que al final uno accedió a venir a
casa. Tenía preparada su silla en el pasillo. La charla con mi padre duró algo
menos de cincuenta minutos. Está perfectamente. Algo triste, pero bueno, es
propio de los viudos, dijo el psicólogo. ¿Y qué podemos hacer? Después de
pensarlo un poco, contestó: ¿Han pensado en mandar esa carta a los periódicos?
Ni siquiera la había leído al completo, hice copias tal y como
me había sugerido y me acerqué personalmente a tres redacciones a entregarla.
Mientras, los días y las noches pasaban con una lentitud burocrática. Mi madre
me hubiese matado de haber llegado a conocer que estaba permitiendo aquello.
Algunas noches, cogía una manta, me acercaba el sillón hasta el pasillo y me
ponía a hablar con mi padre. Nos cenábamos la madrugada y luego iba al trabajo
visiblemente cansado. Mi padre no, mi padre se quedaba durmiendo. Pero era un
buen precio a pagar. Yo nunca había hablado en serio con mi padre, nos habíamos
limitado a acompañarnos en la vida por automatismo, porque es lo que se supone
que deben hacer los padres y los hijos. Pero nunca habíamos sido confidentes ni
amigos fieles ni nada que se le pareciera. Él me educó, pagó mis estudios, nos
ayudó con el piso y estableció un nicho familiar donde mis hermanos y yo fuimos
felices toda nuestra infancia, yo, a cambio, le ayudé a sobreponerse cuando mi
madre falleció y luego lo traje a casa a compartir nuestros días, aunque estos
fueran silenciosos. Parecía un trato justo. Durante su encierro, adquirí la
costumbre de hablar de asuntos que nunca habíamos tratado. De películas, de
novelas, de los informativos de la radio, de mis hermanos, de mamá, del pasado.
Sonaba contradictorio, pero en ese pasillo, entre el silencio de la madrugada y
la voz radiofónica de mi padre, puede que pasáramos nuestros mejores días juntos.
Yo notaba como el viejo se quedaba dormido durante las charlas mientras hacía
un esfuerzo por mantenerse despierto. También cómo para mi mujer, rebosaba el
vaso de la paciencia.
Tres días más tarde, llamaron a casa desde la redacción un
periódico. Querían entrevistar a mi padre. Acondicionamos el pasillo de manera
decente y los periodistas encontraron un lugar cómodo donde trabajar. Mi padre
hizo un discurso algo naif sobre el estado de las cosas, arremetió contra
políticos y banqueros, abogó por un mundo más justo y ratificó su compromiso
con la sociedad a través de sus intenciones, quedarse allí todo el tiempo que
hiciera falta. Decía que se subestimaba el poder que teníamos las personas y
que ya iba siendo hora de reivindicarlo. Ocupó parte de la portada el día
siguiente con ese mismo titular. Aunque al principio dudé si era lo
conveniente, terminé pasándole un ejemplar. Se oyó el silencio un buen rato al
otro lado de la puerta.
Una semana más tarde fue el aniversario de la muerte de mi
madre. Mi padre me pidió que le acercara su traje, se vistió escrupulosamente
y, después de varios meses, salió del servicio camino del cementerio. No quiso
que le acompañáramos. El lugar que abandonó estaba ordenado y las sábanas y la
ropa, convenientemente dobladas a un lado del colchón. Otra cosa no, pero mi
padre es un tipo aseado. Después de tanto tiempo allí, no dejó síntomas de
abandono. Al volver a casa me pidió que le ayudara a devolver el colchón a su
sitio. Ya lo he quitado papá, le dije. Ah, mejor, así luego no me dolerá la
espalda, y se fue sonriendo de manera extraña como un niño travieso, como si
todo hubiese sido una vulgar broma, como si todo lo importante en realidad no
lo fuera tanto o como si lo normal, lo poco transcendente, fuera, a fin de
cuentas, lo que verdaderamente importa.