El Club de la Caída Libre es un club de suicidas donde nadie
dice “hasta luego”, por si acaso. Prefieren un “que vaya bien”, mucho más apropiado.
Porque bien puede significar cualquier cosa. Morir, por ejemplo. Morir está
bien porque es el fin de un suplicio, la vida. Pero seguir viviendo es no
desprenderte de tu última esperanza, y eso también está bien. Yo acudí al club
de suicidas esperando comprensión, lo admito. Porque un suicida es un
incomprendido que ha decidido dar la espalda al mundo. Yo no lo había hecho aún,
por tanto, estaba lejos de suicidarme. Amenazaba con hacerlo sólo para tener la
atención de los míos. Cuando los míos dejaron de serlo y agoté la paciencia de
los que quedaron alrededor, entonces busqué alivio en el anonimato. Había
fracasado tantas veces que me pareció lógico intentarlo una vez más. El Club de
la Caída Libre es el lugar perfecto. Aquí, las conferencias trabajan en dos
sentidos, en el de recuperar la fe por la vida y en el de superar el escollo de
vivir. En las primeras, redefinen el concepto de autoestima y desgranan las
maravillas que nos quedan por descubrir (Australia, por ejemplo, es un paraíso del
nunca nos han hablado), en las segundas, aprendes métodos eficaces para una
desaparición feliz (la vieja técnica del asfixiarte en el coche o técnicas para
cortarte las venas). A veces, la materia de unas conferencias se solapan con las
otras, al fin y al cabo, la vida y la muerte se encuentran a un solo paso de
distancia. Empecé yendo con escepticismo y he acabado enamorado de la
secretaria de talleres, una antigua actriz deprimida que se tomó el fracaso
demasiado en serio. Aunque empezó asistiendo a todos los talleres de refuerzo,
ahora frecuenta más lo de método, y eso es muy mala señal. La semana pasada
delegó sus funciones a una alumna recién llegada y parece que su caída libre ya
hace tiempo que viene produciéndose. Yo quiero decirle que no se deje caer aún, que estoy yo para
enmendarla, que a mí siempre me va a parecer la actriz más maravillosa del
mundo y que le voy a aplaudir hasta su último día en la tierra. Pero al final,
lo más que he intentado es invitarla una vez a tomar algo después de la reunión.
Ella, muy amablemente me dijo que no, que andaba triste ese día, y desde
entonces no he vuelto a decirle nada. Será verdad que la muerte es la opción de los
cobardes. O que la vida es la opción de los valientes. Hoy, al acabar la clase,
ha cogido su chaqueta negra y se ha despedido de mí. “Que vaya bien”, me ha
dicho, ¿pero bien para quién? ¿Para ti? ¿Para mí? ¿Para los dos?
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