lunes, 3 de abril de 2017

Dinero

Andaba yo ensimismado en mis cosas, ya a punto de salir del tren cuando un señor mayor me llamó de una voz, "¡JEFE!", dijo. Tendría unos setenta años. Yo ya sabía que algo me había dejado en el asiento, porque vivo con la sensación de ir dejándome todo por los sitios que paso (la chaqueta, la bufanda, la nevera del tupper, el tiempo, la vida). Con los años he aprendido a vivir con ello, y a veces ignoro esa voz que insiste en que gire la mirada una y otra vez. El hombre no tenía mi bufanda ni mi nevera del tupper, sino un billete de diez euros. Así, en su mano, también podría ser suyo. La única prueba de que era mío era su palabra. Eligió avisarme y en el momento de la entrega todo el vagón nos miraba con una mezcla entre asombro y incredulidad. "Gracias", le dije. El hombre volvió a su asiento como si mi gratitud le incomodara. Cuando bajé del tren, a través del espejo, pude ver su mirada perdida, vete tú a saber en qué lugar. No me va a cambiar la vida estos diez euros ahora sí en mi bolsillo, ni a él se la hubiera cambiado, pero su gesto tiene sentido en una sociedad que parece haber vendido su alma y en un escenario donde todos le miraban como a un incomprendido. A mí, sin embargo, me daba la sensación de que era el único que lo había comprendido todo. El dinero, per se, no vale nada.