Mis profesores, que de alguna manera siguen siéndolo (porque
cuando te dan clase una vez es como si se quedaran haciéndolo en algún lugar perdido
de la memoria), han envejecido envidiablemente bien. Vi al que fue jefe de
estudios algún año, y apenas se le había teñido el pelo de canas. Vi al de
inglés sin pelo, con la misma barriga y esa actitud vital con la que solía
llegar a clase. Vi al de física y química
impecable, vestido de chaqueta. Y a un profesor de tecnología que parecía haber
pactado con el tiempo las condiciones de una vejez tardía. Todos borrachos como
cubas.
Había también profesores nuevos, un interino que bailaba
como si no hubiera un mañana, un par de profesores apartados comentando cada
jugada y un buen puñado de profesoras que no conocía de nada. Era su fiesta de
navidad y ahí estaban, dándolo todo. Hoy, supongo, habrán disimulado sus ojeras
y se habrán guiñado el ojo en cada cruce en los pasillos.
Quise hablarles y recordarles que yo fui parte de la primera
generación que dio clases en aquel instituto, que antes que nosotros, como
dicen los viejos del lugar, todo eso era campo, que teníamos un pasado común. Quise
decirles, también, que yo fui un notable alumno y que de ese niño que entonces destacaba
no quedan ya ni las migas. Con alguno crucé la mirada en algún momento de la
noche y se vio confundido durante una milésima de segundo. Pero una mezcla de
respeto y vergüenza me paró en seco y al final me petrifiqué como un mero
observador. Les guardaba respeto como si fueran estrellas del rock que encuentras
fuera del escenario, en su vida ordinaria. Me daba vergüenza porque yo
ejemplifico muy bien en lo que se ha convertido nuestra generación, una
generación de posadolescentes, incapaces de tener una casa, un trabajo, un
salario fijo o una familia propia. Una generación que se tragó la mentira de
las carreras universitarias, que se dejó seducir por los cantos de sirena de
una burbuja embustera y que ahora, a la vejez viruelas, se intenta reinventar como
sólo lo hacen los que han fracasado estrepitosamente. Y lo peor es que ellos no
tienen culpa de nada, más bien al contrario, sólo se le puede dar las gracias
de que, al menos, nos quede algo de cultura y dignidad. Por eso ellos bailan,
porque tienen casi el deber de hacerlo, y por eso yo miro y callo, porque quien
quiera cargarles el muerto de todo esto y no los respete, es que no entiende
absolutamente nada.
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