Por fin, la gente pudo reciclar sentimientos y recuerdos. Descarface fue la primera empresa en
encargarse de ello. Luego vino Vital Comprension
y Vitabite, que se establecieron como
alternativas de calidad. Las tres, desalojaban el superpoblado espacio de la
memoria, donde se acumulaban vivencias ya vetustas, ávidas para un desahucio. Descargaban
el cerebro dándole una increíble sensación de desahogo. Potenciaban la intensidad
de lo que queda para uno y repercutía en una mayor lucidez a la hora de
enfrentarte al día a día. “Es como un
disco duro que, de repente, ya no está lleno. Te sientes como un ordenador a
pleno rendimiento”, decían los usuarios. No todo lo vivido era susceptible
de permanecer guardado, y sin embargo, muchos sucesos se anclaban en lo más profundo
del ser humano. Ahora existía una alternativa, ¿de qué servía acordarte de la
primera vez que fuiste sólo al cuarto de baño, de cuando viste esa infame obra
de teatro o sentir, de nuevo, el rencor acumulado hacia un amigo que perdiste
para siempre? Con las nuevas bolsas de reciclaje, toda esta purga era posible. Bastaba
con seguir, paso a paso, el método de descarga explicado en la pegatina del
anverso. La gente limitaba sus recuerdos a lo imprescindible, ¡había tanto
bueno por guardar! Lo demás, sencillamente, lo desechaban. Aunque hubo quienes defendían
la vieja forma de suceder en el tiempo y el encanto de las pequeñas cosas, paulatinamente,
la mayoría de personas comprendieron el absurdo de mantener por mantener. Los
chatarreros, antes del paso de los camiones, se colaban en los contenedores
llevándose las bolsas aún calientes. Luego iban a quiénes la vida no les
permitió vivir y les revendían los recuerdos: el desconsuelo de un desengaño, la
velocidad de conducir, el arte de bailar, de llorar, saber por primera vez cómo
era eso de amar a alguien. La humanidad estaba siendo caritativa de alguna
extraña manera y unos y otros sentían como en una sociedad de clases. Era, en
el fondo, otra realidad jerárquica más, la de los sentimientos.
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