jueves, 11 de agosto de 2011

Mi abuelo


Mi abuelo murió hace ocho meses y diez días. Ayer, por primera vez, fuí consciente de que había perdido la sana costumbre de verlo. Es normal, vivo fuera de Jerez entre diez y once meses al año. Cuando regreso es cuando advierto que tengo más familia a parte de mis padres y mi hermano. Y es cuando noto los cambios.

Mi abuelo era un hombre peculiar. Hablaba escrupulosamente, con un lenguaje pulcro y aseado. Era extremadamente educado y respetaba las jerarquías de la misma manera en que se hacía respetar (tenía trato preferente en el banco y en los comercios que frecuentaba). Desde que tengo uso de razón portaba un sombrero verde de una textura parecida a la pana. Llevaba una chaqueta verde a juego con su sombrero y un jersey blanco que, dependiendo de la temporada, podía ser de cuello vuelto o fino de hilo, según hiciera más o menos calor. Tenía la ropa que necesitaba y nada más que eso. Eso sí, siempre las mejores marcas.
Mi abuelo era una persona educada en la austeridad de la guerra y posguerra, vivió austero toda su vida. Jamás se permitió un lujo, nunca viajó si no era estrictamente necesario, nunca supo lo que eran hoteles de cuatro ni cinco estrellas, ni tenía coche ni realizaba grandes inversiones. Simplemente, ahorraba. Metía todo el dinero posible en el banco. Con ese dinero, pretendía acercarle a sus hijas la felicidad, porque si algo pensaba mi abuelo es que el dinero no te daba la felicidad, pero desde luego que la traía lo más cerca posible de casa.

Durante los últimos años de su vida su mayor inversión fue un teléfono inalámbrico y una televisión de mayor pulgadas, por aquello de la vista. Se resistió hasta un año antes de morir a llevar bastón, aunque paseara desafiando al equilibrio y tan lento que pareciera que el mundo avanzaba un lustro cada vez que iba de un lugar a otro.

Tenía, también, un carácter peculiar. Se indignaba con el nuevo orden de las cosas. Hablaba bien de "la época de Franco", hablaba bien de la derecha, hablaba mal de los gays y de las lesbianas, de los moros, ponía verde a las personas mayores, pensaba que la mujer estaba hecha para los asuntos de la casa y que el hombre era quién debía soportar el peso de la familia. Sin embargo, he visto pocas personas con más cintura en sus convicciones, tenía muchos amigos maricones y creía en el respeto por encima de razas y condiciones, se sentía orgullosísimo de su nieta, que ya era profesora, y hablaba de nosotros como si fuéramos los mejores del mundo, casi superhombres, y no lo hacía por amor de abuelo, sino porque verdaderamente lo creía; sentía que nadie estaba más y mejor preparado para resistir en sociedad, que no había mejores seres humanos, ni más graciosos ni más perfectos. Si en alguien creía mi abuelo, era en sus nietos, y por extensión, en mí mismo. Ojalá haya gente en mi vida que crea en mí solo la mitad de lo que creía él.

Puede que mucha veces pensara que mi abuelo era un viejo carca, pero lo cierto es que me daba mil vueltas en casi todo. Ojalá pudiera crecer aprendiendo a respetar los cambios de este bendito mundo. Ojala viera mi universo cambiar como mi abuelo veía cambiar las calles y los negocios y las casas y gente que iba y venía y supiera hacer inventario de todo con la valentía con la que él lo hacía. Ojalá tuviera la entereza para ir todos y cada uno de los días de mi existencia a ver a mis nietos, a pedirle que me acompañen a la calle y a quedarme con ellos aunque no comparta grandes conversaciones.

En sus últimos años, mi abuelo solo salía de casa para ir al banco, su gran obsesión, a misa y a casa de mis padres. Allí, dejaba el bastón y el sombrero verde postrados en una esquina y descansaba en un sillón hasta que creía haber compartido el suficiente tiempo con nosotros. Luego, se marchaba.
Dice mi hermano que un día le contó que hubieron otras mujeres en su vida antes de conocer a mi abuela, que la que más quería le dejó porque no tenía dinero y en la familia de ella no querían que se casara con un miserable. Mi madre dice que, pasado el tiempo, mi abuelo fue a ver a esa mujer una tarde de un otoño cualquiera. Probablemente ya entonces pudiera decirle cuán injusto había sido el mundo con ellos y pensara que en otro mundo eso no les hubiera ocurrido (el mundo de ahora, por ejemplo), podría haberle hablado también de sus negocios, de cómo el bar, la droguería o el estanco con el que cotizó toda su vida le había dado, no solo ese dinero que les separó, sino también una familia, una mujer y dos niñas con las que iba a quererse para siempre. Probablemente le diría que no le hacía falta nada más para vivir, y que así seguiría el resto de sus días, luego se despediría educadamente y volvería a la que siempre fue su casa.

Y probablemente no imaginara que, ocho meses después de su muerte, uno de sus nietos lo iba a echar profundamente de menos.


3 comentarios:

  1. un texto hermoso y lo que es más, auténtico. Al menos esa es la impresión que a mí me ha dado. Supongo que tu abuelo no andaba desencaminado en la opinión que le merecían sus nietos :)

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  2. Ojalá tengas razón :). Gracias por tu comentario.

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  3. pero qué bonito eres coño! es imposible conocerte y no querete! ojalá yo también tenga nietos como tú y llegue a ser tan abuela como ES tu abuelo.

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