viernes, 2 de marzo de 2012

Las cerezas

Jugaba poco y mal. Agarró a la bandida de un brazo y tiró hacia abajo con escaso ímpetu. Lo había hecho muchas veces ya, sin resultado alguno. Seguía jugando por justificar su inercia de perdedor. Las ruedas comenzaron a girar en su casillero, al rato, parecieron cansarse de dar vueltas y la primera de ellas se detuvo. Cereza. Nunca le habían gustado especialmente las cerezas, pero sí el dibujo de las mismas en aquel panel y el hecho de que aparecieran a pares, que bien podía ser una señal. De tener el doble de suerte. Cero por cero, cero, pensó. La segunda rueda se paró pronto. También cereza. Dos cerezas ya, cuatro si se ponía riguroso. Ya había vivido esta sensación molesta e inevitable otras veces en el pasado, la de fantasear por fantasear, dejarse llevar por la ensoñación del qué hacer cuando lo tienes todo. Aunque suponía que entre la pausa de una rueda y otra debía de haber siempre el mismo periodo de tiempo, ahora le parecía que no, que alguien había trucado el mecanismo en pos de una espera enfermiza. Alguien enfermo que disfrutaba viendo sufrir a los demás. O quizás fuera su eterna impaciencia. Al fin, la tercera rueda se alineó con sus hermanas. La cereza definitiva.

¡Sí! El grito alertó a la clientela del local. El encargado le miró con ojos de déjà vu. Quiso gritar de nuevo pero logró reprimirse. Con el viento a favor es más fácil contenerse. Se golpeó el pecho con los puños cerrados, congratulándose para sí mismo. Lo merezco, se decía. Lo merezco, lo merezco. Pero bien sabía que el único dueño del azar era el mismo azar. Solo había tenido suerte.

Ni una moneda desembocó en la cajetilla de la máquina. En su lugar, la estructura respondió con un sonido al principio molesto, vibró con suavidad, luego con mayor intensidad y finalmente escupió su premio lanzadera abajo. Una fotografía. Cogió la instantánea y la examinó con esmero. Una mujer, treinta y pocos años, morena, piel pálida. Y ojos de esperanza. Puede que la misma que a él le faltaba. Detrás, tenía escrita una dirección postal, un horario de contacto, nombre y apellidos. Examinó al fondo del cajón, pero no había dinero.

- Disculpe-dijo dirigiéndose al encargado.

- ¿En qué puedo ayudarle?

- Es esta máquina. No me da mi premio.

- Lo tiene en la mano. Mírela detenidamente, esa máquina promete premios, pero no especifica cuál.

- Hombre, se supone que se trata de dinero.

- Eso lo ha supuesto usted.

- Todas las máquinas dan dinero.

- Ésta no.

- Me gustaría poner una reclamación.

- Por supuesto. Solo tiene que llamar a la empresa propietaria.

- Dígame el número de teléfono, por favor.

- Lo tiene en el lateral derecho de la máquina.

El hombre se dirigió al sitio indicado y memorizó el número de contacto.

- ¿Me puede dejar un bolígrafo?-preguntó de nuevo al encargado.

- Sí, claro-respondió mientras le lanzaba uno junto a un papel de libreta-. ¿Quiere un consejo? Yo no me molestaría. La máquina lleva ahí años y nunca han venido a recoger la caja. Ni siquiera a llevarse la máquina. De vez en cuando la limpio y alguna vez he echado una moneda, pero poco más.

- Entonces, es usted es el responsable por tenerla conectada.

- ¿Quién le ha dicho que está conectada?

Siguió la pista de los cables, que se enrollaban sobre sí mismos a tres palmos de distancia del enchufe de la pared. La máquina persistía en su sesión de hipnosis para quién quisiera dejarse encantar. Regresó a la fotografía. Seguía igual. El gesto en el rostro de la mujer parecía sostener una promesa.

- ¿Siempre entrega una fotografía?

- No. Es la primera vez que lo hace. No gana tanta gente como se imagina.

- ¿Entonces?

- Una vez a un señor le dio la dirección de una empresa y el nombre su director de recursos humanos. Consiguió trabajo. A otra clienta le dejó un libro. Luego vino a contarme que aquella lectura le había cambiado la vida. A una pareja que jugaban mientras tomaban café les dio un par de billetes con los que viajar por América. ¿Ve esa postal que tengo allí? Son ellos. Se instalaron a vivir allí. Primero siempre protestan, luego parecen conformarse y al final, se van a buscar su suerte.

- ¿Y los que nunca volvieron? ¿Cómo sabe el fin de su historia?

- Solo soy un humilde encargado de bar, amigo. No sé qué ha sido de aquella gente.

- Está bien. Le agradezco la información.

- No es nada. Que le vaya bien.

- Sí… que me vaya bien.

Cogió su abrigo y se marchó. Hacía frío en la calle. La multitud pareció dividirse entre dos tipos de personas, las que alguna vez habían ganado un premio y las que no. Estaba a una hora escasa de la dirección escrita al reverso de la fotografía. Por el camino se preguntaba los motivos por los que jugaba. Por qué lo hacía la gente. Por qué se había sentido engañado cuando descubrió que el premio no era en metálico. Por qué luchamos por un premio metálico si perseguimos premios intangibles. Por qué si te cambian el premio te cambia también el juego. Por qué si te cambian el juego, el premio no puede ser el mismo. Por qué, a veces, lo de menos es el juego. Por qué, otras, lo de menos es el premio. Por qué juego sin premio y premio sin juego parecen no poder entenderse. Por qué había gente que se había marchado y no había vuelto a ese bar y porqué había gente que siempre lo llevaba en el recuerdo. Por qué un premio te da la felicidad o igual te condena a un infierno. Por qué no entendía el porqué de su premio. Para ninguna de las preguntas halló la respuesta.

Enseguida se halló frente a la dirección establecida. Una casa al costado de la zona céntrica, en paralelo a un parque dónde la gente salía a correr, a sacar el perro o pasear los días de sol. Había llegado media hora después del horario indicado. Miraba una y otra vez la fotografía como si fuera a revelarle por ello más información, como si así fuera a saber qué conexión se suponía que había entre él y esa mujer y porqué el azar se había encaprichado en juntarlos. O como si, de repente, pudiera aparecer un nuevo listado de datos personales: a qué se dedicaba, a qué hora solía volver a casa los fines de semana, en qué ocupaba su tiempo, si le gustaba el cine clásico, comer el pollo con las manos o si este mundo también le parecía el lugar de paso más maravilloso y cruel que existe.

Comprendió que la única manera de saberlo era llamando a la puerta que venía a buscar. Lo mismo, como las cerezas, no serían la fruta perfecta pero eso diera igual, lo mismo les bastaba una minúscula articulación del destino para estar unidos, lo mismo, no era necesario encontrarse tres veces para tener suerte. Llamó a la puerta sin saber qué decir. No me va a comprender señorita, pero usted es mi premio ó me ha tocado en una máquina tragaperras. Sí, algo así tendría que ser. Y suspiró igual que en el bar, con el mismo nervio que antes de ver caer la última de las cerezas.

3 comentarios:

  1. "Por qué luchamos por un premio metálico si perseguimos premios intangibles". Esta es la cuestión.
    Que cosa che, con ustedes los escritores, en una simple frase, expresan lo que muchos pensamos pero no lo decimos tan lindo.
    Me gustó el relato, me gusta la gente que me convoca a pensar, que me enseña. Gracias Javi.

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  2. Eres una caja de sorpresas, Javi.

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