viernes, 7 de septiembre de 2012

El manifestante


Los responsables de la manifestación recibieron el papel con un seudónimo y las nueve cifras de un número de teléfono que parecían combinarse de manera estética, cobrar más sentido que nunca. Ya tenían a su hombre. Habían tirado de hemeroteca para comprobar que era algo más que una leyenda y ahí estaba, unas veces con barba y otras con el peso raso, a veces gordo y otras delgado, con sombrero, con cadenas alrededor del cuello, sosteniendo un megáfono, con aspecto de leñador impasible, con clara esencia progre; su hombre camaleón organizaba las manifestaciones sin aparentar hacerlo y sabía manejar al rebaño. Era un domador de ideas. Luego rastrearon su identidad y, como tantos otros, sólo hallaron un vacío insultante. Lo único que conocían eran los resultados: cómo la personalidad del gentío mutaba al antojo de aquel señor y cómo era capaz de volver una manifestación enrarecida, virulenta, ordenada, silenciosa, acaparar más o menos portadas según conviniera al cliente. Podían pagar para amortiguar el eco de una protesta, como elemento de dispersión, para lucirla intrascendente como una concentración de zombis, con el fin de crear el enésimo acontecimiento mediático o para establecer un ejemplo de protesta cívica. Por un módico precio, también podían recurrir a la violencia. Se decía que manejaba entre quince y cincuenta hombres según encargo, y que los disponía estratégicamente, cambiando su metodología según la naturaleza protestante. Se habían servido de una sociedad confusa para establecerse en la vida. La delicada situación del país les había procurado mejores dividendos y ahora casi tenían que rechazar ofertas, aceptar sólo las del mejor postor. Su sector estaba en auge y libre de competencias. Nadie se había quejado de un trabajo mal hecho. El anonimato requería de una presencia sigilosa y mutante, y por eso él era el único negociante y la cabeza visible, al final, la cabeza de un fantasma.  Los responsables de la manifestación marcaron el número indicado y se sorprendieron cuando una voz de apariencia amable les contestaba al otro lado del hilo telefónico: “Y bien señores, ¿Cuánto están dispuestos a pagar?”.

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