Echó mano de sus habilidades para encontrar a Jesús Ramírez,
al que había cuidado con especial mimo desde que era un crío. Su sonrisa, esa
ingenuidad que desprendía, no sabía qué exactamente, pero le había caído bien. En
algún momento, alguien o algo se lo habían cambiado. Son unos desagradecidos estos mortales,
pensaba Dios, y del mismo pensamiento se sucedieron catástrofes aleatorias en
la Tierra. Riadas, tsunamis, terremotos, una pequeña descarga de furia. Pero cómo
no, se habían librado Jesús y su entorno, y terminó afectando a los mismos
desgraciados de siempre. La fortuna suele reincidir en su filias y fobias.
Llevó a cabo un rastreo más exhaustivo, introduciéndose en
la psique de todas las personas que formaban su entorno, mirando a través de sus ojos. No lo halló. Tampoco
oteando la ciudad a vista periférica, en la visita fugaz de los lugares donde
frecuentaba o introduciéndose por la ventana de su casa a través del cuerpo de
un pájaro cantor. Ni rastro de Jesús. Después de haberlo criado, el joven había
optado por traicionarle. Matar al padre era una obsesión de la clase
adolescente. Y Dios era piadoso, pero no habría ya un segundo hijo pródigo, las
lecciones de vida se imparten solo una vez.
Pensó en qué motivos habrían llevado a Jesús a quitarse de
en medio. Hastío, desolación o deseo de independencia. ¿Es que no era su
ateísmo suficiente concesión? Morir no había muerto, eso estaba claro. Ni
estaba en su reino ni en el del vecino de abajo, que solo decía la verdad para
este asunto, pues de ello dependía el equilibrio existencial. Había registrado
en agujeros negros, limbos, purgatorios y aquellos espacios donde no sucede
nada. Pero tampoco estaba allí. De él sólo había quedado el rastro de su
ausencia y un entorno que pronto lo daría por muerto. La memoria es una tirana deseando
traicionarte.
Así, no le quedaba más remedio que personificarse en cada
espacio del globo, convertirse en humano, animal o cosa, hacer de policía como
si esto fuera una vulgar película de serie B. Era una tarea que intentaba
evitar si podía controlarlo desde arriba, donde solía desempeñar cómodamente sus labores. Pero esta vez tocaba
bajar.
No tardó en encontrarlo. Jesús estaba en algún lugar perdido
del monte, a unas cuantas millas de casa. Lo encontró fumando un porro, llevaba
tres semanas allí. Dios iba bien camuflado en el cuerpo de un montañero e
intentó entablar una conversación de igual a igual, pero Jesús reconoció pronto
su deidad y su intención moralizante y echó a correr como un poseso. De nada sirvió, el montañero creció
varios metros y alcanzó a su objetivo cogiendo su cuerpo con los dedos, a modo
de pinza.
-
¡Déjame en paz! -Gritó Jesús, extendiendo los
brazos sin oponer resistencia, como un mártir moderno.- Vendí mi alma al diablo
y ahora tienes que dejarme libre hasta que muera. Abandonas a quién te sigue y
quieres que te sigan los que te abandonan. No entraré en tu juego infecto y
eterno. Vete por ahí y cárgate una ciudad si quieres. Machaca al débil, que se
te da bien. Inventa fábulas sobre la bondad humana y cárganos con el peso de
tus acciones. No te pienso hacer ni caso.
No le dio tiempo a decir nada más. Tras un estruendoso chasquido,
Jesús olvidó su pataleta y volvió al redil, bajando confundido el sendero que
desembocaba en la ciudad. ¿Por qué habría ido a parar allí? Dios quedó decepcionado.
Ya no era por lo que tan rencorosamente le había manifestado el joven como su
voluntad, aquello de morir libre y con el alma vendida, sino porque sería él
mismo quien no sentiría el afecto de guiarlo hacia ningún lugar. No lo merecía
y había mucho en la Tierra en lo que trabajar.
Por la noche, antes de dormir, Dios vio como Jesús Ramírez
fue a dormir sin el más mínimo remordimiento. Tampoco se acordaba el pobre
iluso. Antes, le había borrado de un arrebato su naturaleza insurrecta, y sería
un espíritu dócil el tiempo que le quedara antes de entregarse eternamente al
vecino de abajo. Sin embargo, el sentimiento de culpa era ahora de Dios. Se fue
a lavar los dientes queriendo lavar su conciencia. Al séptimo día, cuando se
tomó un descanso, perdió de vista a Andrey Volkov y a Calixta Prado, que desde
sus respectivos países, planeaban ya vivir libres, como si Dios nunca hubiera
estado allí.
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