A Jesús de la Rosa
Te miro desde aquí arriba, bajo la lluvia de gaviotas y la matinal helada, el lugar donde me he hecho eterno.
Te veo envuelto en la batalla de los días, en el laberinto de no perderte más y más, en la tarea de abaratar la vida hasta la forma más sencilla de las existencias. Dormir en un camastro de cartón y perder la fe en el fondo de un vaso.
Cada uno vive con sus triunfos y derrotas cabalgándole a la espalda. No sé en qué momento sufriste este fracaso que te arrastrará hasta el fin. En tu ombligo se ve el vacío de quien no recibe su parte del trato y has intentado compensarlo rociándolo en alcohol (cómo si no depurarte, quemar eso que te hierve por dentro).
Has vivido y resucitado ya tres veces y, quién lo diría, solo aquí has encontrado la calma. La miseria es un buen lugar desde el que recomponerse. Quizás te ha tocado el tiempo inoportuno, la historia de un pueblo que no se dejó sentir.
Te veo caminar por el parque como un paisaje más, encorvado y bienintencionado, entregado al acto sencillo, haciendo mandados para quien te presta su atención sincera. Ojalá fuera la vida de una certeza infalible. Dicen que sin ti el barrio sería menos libre y perdería un trozo de su alma, que tus ojos conquistan cada cual que se cruza en tu camino, que sin embargo, andas escondiéndote entre sombras como quien no quiere ser protagonista.
Leopoldo, camarada, yo viví los males de la guerra y tú vives la guerra de morir en paz. Si no es ahora, ¿cuándo, si no, te vas a perdonar?
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