viernes, 23 de noviembre de 2012

El preso

Debimos sospechar cuando se llevó el colchón al cuarto de baño y, con mucho esfuerzo, logró encontrarle acomodo en algún sitio entre el bidé, la placa de ducha, el váter y el lavabo. Estoy haciendo un experimento, aseguró. Luego se llevó un tiempo sin salir, sonó la afeitadora, el ruido propio de la cisterna, derivó a mi mujer al otro baño (al otro, dijo, ve al pequeño) y finalmente, cuando ya me impacienté y lo tomé como uno más de sus despistes, una de esas veces en las que se le va el santo al cielo y no repara en que esta casa somos cinco y no solo uno, cuando le dije que ya era hora de que saliera y que los demás teníamos cosas que hacer allí, solo entonces, cerró la puerta del baño, usó el pestillo y dijo: Que no, que no salgo.

Mi padre estaba en contra de todo de lo que estaba pasando. ¿Pero de qué exactamente? pregunté extrañado. Pues de todo esto hijo, de todo esto. Y ahí dentro se quedó: segundos, minutos, horas, días. Solo abría la puerta de manera funcionarial para coger la comida, nos pasaba la bandeja que había usado la última vez, saludaba y volvía a cerrar la puerta y el pestillo. Nos dijo que no iba a salir hasta que las cosas marcharan bien en la ciudad, en la provincia, en el país y en el mundo entero y que, tal y como pintaba el panorama, sabía que nada iba a cambiar y que, por tanto, le esperaba una buena temporada allí. Luego nos pidió mantas para pasar el frío invierno y más tarde que mandáramos, de su parte, una carta suya a los periódicos de la provincia. La había redactado a mano con el pulso tembloroso que acostumbraba pero un discurso firme y decidido. 

Obviamente, su carta no pasó del cajón de mi escritorio. De vez en cuando íbamos y le preguntábamos cuáles eran sus intenciones y si tenía pensamiento de seguir mucho tiempoallí. ¿Ha cambiado algo? preguntaba, y nos íbamos sin saber qué decir. Mi mujer, molesta con la actitud de mi padre (que nos obligaba a ella, a mi hijo y a mí a usar el otro servicio, mucho más pequeño), insistió en llamar a un psicólogo. Habilitamos unas sillas en el pasillo, al lado de la puerta del servicio, donde se sentaban las visitas a charlar con él. Actuaba con naturalidad, como si nada raro sucediera. Hablaba por los codos e igual se indignaba que se reía, tal y como era él, lo cual no quitaba que pareciera estar preso. ¿Preso? Preso solo de mis ideas, de mi sentido de la justicia, de esta pena que me embriaga y no me deja salir de aquí. Al final, desistí y acudí a un profesional. Casi ninguno quería venir a domicilio así que tuve que buscar hasta que al final uno accedió a venir a casa. Tenía preparada su silla en el pasillo. La charla con mi padre duró algo menos de cincuenta minutos. Está perfectamente. Algo triste, pero bueno, es propio de los viudos, dijo el psicólogo. ¿Y qué podemos hacer? Después de pensarlo un poco, contestó: ¿Han pensado en mandar esa carta a los periódicos? 

Ni siquiera la había leído al completo, hice copias tal y como me había sugerido y me acerqué personalmente a tres redacciones a entregarla. Mientras, los días y las noches pasaban con una lentitud burocrática. Mi madre me hubiese matado de haber llegado a conocer que estaba permitiendo aquello. Algunas noches, cogía una manta, me acercaba el sillón hasta el pasillo y me ponía a hablar con mi padre. Nos cenábamos la madrugada y luego iba al trabajo visiblemente cansado. Mi padre no, mi padre se quedaba durmiendo. Pero era un buen precio a pagar. Yo nunca había hablado en serio con mi padre, nos habíamos limitado a acompañarnos en la vida por automatismo, porque es lo que se supone que deben hacer los padres y los hijos. Pero nunca habíamos sido confidentes ni amigos fieles ni nada que se le pareciera. Él me educó, pagó mis estudios, nos ayudó con el piso y estableció un nicho familiar donde mis hermanos y yo fuimos felices toda nuestra infancia, yo, a cambio, le ayudé a sobreponerse cuando mi madre falleció y luego lo traje a casa a compartir nuestros días, aunque estos fueran silenciosos. Parecía un trato justo. Durante su encierro, adquirí la costumbre de hablar de asuntos que nunca habíamos tratado. De películas, de novelas, de los informativos de la radio, de mis hermanos, de mamá, del pasado. Sonaba contradictorio, pero en ese pasillo, entre el silencio de la madrugada y la voz radiofónica de mi padre, puede que pasáramos nuestros mejores días juntos. Yo notaba como el viejo se quedaba dormido durante las charlas mientras hacía un esfuerzo por mantenerse despierto. También cómo para mi mujer, rebosaba el vaso de la paciencia.

Tres días más tarde, llamaron a casa desde la redacción un periódico. Querían entrevistar a mi padre. Acondicionamos el pasillo de manera decente y los periodistas encontraron un lugar cómodo donde trabajar. Mi padre hizo un discurso algo naif sobre el estado de las cosas, arremetió contra políticos y banqueros, abogó por un mundo más justo y ratificó su compromiso con la sociedad a través de sus intenciones, quedarse allí todo el tiempo que hiciera falta. Decía que se subestimaba el poder que teníamos las personas y que ya iba siendo hora de reivindicarlo. Ocupó parte de la portada el día siguiente con ese mismo titular. Aunque al principio dudé si era lo conveniente, terminé pasándole un ejemplar. Se oyó el silencio un buen rato al otro lado de la puerta.

Una semana más tarde fue el aniversario de la muerte de mi madre. Mi padre me pidió que le acercara su traje, se vistió escrupulosamente y, después de varios meses, salió del servicio camino del cementerio. No quiso que le acompañáramos. El lugar que abandonó estaba ordenado y las sábanas y la ropa, convenientemente dobladas a un lado del colchón. Otra cosa no, pero mi padre es un tipo aseado. Después de tanto tiempo allí, no dejó síntomas de abandono. Al volver a casa me pidió que le ayudara a devolver el colchón a su sitio. Ya lo he quitado papá, le dije. Ah, mejor, así luego no me dolerá la espalda, y se fue sonriendo de manera extraña como un niño travieso, como si todo hubiese sido una vulgar broma, como si todo lo importante en realidad no lo fuera tanto o como si lo normal, lo poco transcendente, fuera, a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa.

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