martes, 13 de noviembre de 2012

Los disparos

Algunos dicen que los primeros disparos se escucharon en un pueblo perdido en la frontera de Aragón y Cataluña, aunque no han sabido o querido especificar cuál. Otros dicen que no, que fueron seguro en Aluche, un barrio obrero de Madrid. Y luego están los que afirman que el jaleo nació en Andalucía, en la ciudad del castigo y del delirio, Jerez. Tengan razón los unos o los otros, lo cierto es que en algún sitio alguien tomó una pistola y comenzó a disparar, alguien recibió los disparos y alguien contestó del mismo modo empujando así una bola de nieve que, ladera abajo, no dudó en arrasar con todo. Del conflicto surgieron bandos y de lo bandos nuevos conflictos y ahora todo se ha dispersado y reproducido con la velocidad imparable con la que se dispersa y se reproduce el miedo. En mi barrio, los tiros y los gritos se escuchan desde la semana pasada, y cualquiera sabe lo que puede pasar. El gobierno es un pelele de manos atrofiadas. Hace tiempo que venían decidiendo por él y ahora no sabe siquiera articular tres palabras tranquilizadoras, es un desgobierno, una banda de pájaros dispuestos a traicionarse entre sí. No hay lugar en este maldito país donde no se huela su mierda. Las poblaciones de montaña, los apartaciudades de la costa, las grandes capitales de provincia. Todo embadurnado en el barro de la codicia, todo poblado de gente que lo quiere todo.  

Llevo tres días aquí y se agota la comida. No sé qué hacer, si esperar o no. Lo mismo son tres días más, lo mismo dura una eternidad. Yo lo estoy viviendo así. Dicen en las redes que las grandes compañías tienen prohibido cortar los suministros. Pero se han dado las primeras deserciones en puestos de trabajos clave, los primeros agujeros negros en el mecanismo imperfecto de las grandes urbes. Las tiendas de barrio, por su parte, se han organizado mediante correo electrónico y las redes sociales. Mandas una solicitud y entonces ellos te citan a una hora y tú te armas hasta los dientes, estudias el itinerario, evitas los puntos de conflicto y sales a jugarte la vida por un poco de pan. Así era en la prehistoria y nadie se quejaba. Ahora me quejo por un poco de violencia. Odio la violencia pero sería capaz de matarlos a todos. 

Ayer me escribieron mis padres, desde la otra punta del país. Están bien, hacinados en el piso de arriba y con una provisión para mantener un regimiento. Todo esto les ha pillado mayores, pero mi padre siempre será un previsor. A mí también se me ha hecho tarde, pero algo menos. A esta edad ya debiera ser mi vida otra mucho mejor. La que habían pronosticado mis padres, por ejemplo. Esa de la carrera y el trabajo de por vida. No que comparto piso y cada vez que sonaba la puerta estos días atrás, me estremecía como un niño meándose en los pantalones. Por fortuna, todos mis compañeros parecen haber desaparecido. Ninguno dejó una nota de despedida ni nada que se le pareciera. Al menos tuvieron el detalle de dejarme su comida, útiles de aseo, ropa, mantas. Viven lo suficientemente cerca como para poder irse en las caravanas de paz que han negociado los diferentes bandos. Han despreciado lo material en pos de un acercamiento familiar. Y es que todo suma, es más fácil matar a ocho que a ochenta.

Estar sólo es mucho más jodido: tienes que vigilar las ventanas, dormir con un ojo alerta, no hacer demasiado ruido, vivir como un muerto. Por la noche, intercambio mensajes gracias a la linterna con Andrea, la vecina, aún a riesgo de quedar al descubierto. Pero qué coño, sólo el desamor da más miedo que todo esto. No sé qué quiere decirme pero tampoco importa mucho. Por lo demás, la red me acompaña de manera fiel, al menos hasta que aguante la electricidad. Allí ya conviven miles de testimonios. Tuits, retuits, diarios de guerra, actualizaciones, crónicas. La catástrofe se replica cibernéticamente. Es la vida real, dicen, pero a mí puede haberme acercado a la muerte. Nunca me corté para expresarme y ahora todos saben de qué pié cojeo, opiné de todos los problemas que sufría el país y lo difundí más allá del infinito. Era un alarde innecesario. Compartir. Compartir. Compartir. 

Me pregunto por qué lo hacía. Sería un exceso propio de la libertad. No era yo, era la libertad, podría decirle a quien venga a ajusticiarme, quizás eso sirviera para pararle los pies. Muchas otras personalidades han hablado en la historia en nombre de la libertad ¿Por qué no podría entonces hacerlo yo?    
 
Ya he leído amenazas entre algunos usuarios. En la calle no serías tan valiente, ¿cómo que no?, ni tres vidas te salvarían, se han llegado a decir. Gente que se intercambiaban sonrisas y que ahora se pegarían un tiro. Soy tan cobarde que de repente tengo afonía en la red. He borrado mis datos y vivo entre seudónimos. Cada cuenta la uso dos o tres días a lo sumo, y luego muto sin dejar rastro. Entre un perfil y otro he podido saber que la vecina está igualmente asustada, y que en el barrio ya hay quien busca la cabeza de gente como yo. Se busca, preferiblemente muerto, pondrá seguro un cartel ahí afuera con una fotografía mía en tono sepia. He pensado que podría llamar a la vecina y pedirle que  huyera conmigo, convencerla de algún modo. Vamos Andrea, vayámonos de este jodido mundo, desafiemos al tiempo y al espacio y perdámonos rumbo a ninguna parte. Qué más da quién seas, qué más da quién soy y qué más da lo que hayamos construido, ¿es que acaso no parecemos empeñados en destruirlo? ¿Qué más da todo, Andrea, si nos tenemos el uno al otro? 


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