Mi hermano y yo siempre nos hemos llevado exquisitamente
bien. Mis padres, se esforzaron en que la diferencia de edad no fuera un
impedimento sino una virtud en nuestra relación. A mí me hacía gracia esa
aventura pedagógica que solía llenarlos de orgullo, así que me dejé llevar y
terminé adquiriendo, sin quererlo, responsabilidades que no me competen. Ahora,
amargo destino, no sé qué va a ser de mí.
Hace unas horas me preguntó si era verdad que hoy
conoceríamos a Superman. Todo es culpa del anuncio de una película que no deja
de salir en televisión. Mi hermano no sabe quién es Obama, ni James Stewart, ni
Elvis, ni Gandhi, ni Ernesto Che Guevara, ni Cortázar, ni Bono, ni Jordan, ni
Steven Spielberg, se extrañaría un poco si alguien le preguntara por Messi, ni
siquiera conoce al alcalde del pueblo ni sabría decirme quién es el delegado de
su clase ni, probablemente, recuerde la dirección exacta en la que vivimos. No,
no sabe nada de eso, pero sabe exactamente quién es Superman. “Clark Kent”,
dice, y fija la mirada en el horizonte como si fuera a salir volando. Sabe sus
filias, sus fobias, quién es su novia, el nombre de la piedra que le quita la
fuerza, cómo se llama el periódico en el que escribe, el color de su fortaleza,
en fin, todo lo enanamente posible.
Esa tradición que entre la televisión, el cine, los
dibujitos de la Fox, el estuche del colegio, los muñequitos de juguetes, la
película esta del infierno y mis padres, joder, mis propios padres, han ido
alimentando de buena gana, esa amalgama de valores, esa heroicidad que aporta
el personaje al relato y que mi hermano aplica hasta en sus menesteres más
ínfimos, en el simple hecho de dejar un bolígrafo en el cole, haciendo un juego
de rol para una obra de teatro o imaginándose siendo otro que no es él, se la
voy a arrebatar de un plumazo.
Él se limitó a llegar, me miró a la cara y preguntó: ¿Verdad
que hoy vamos a conocer a Superman? Y la verdad, no sé qué le han dicho hoy en
el colegio o qué clase de conversación ha tenido con mis padres esta tarde, no
lo sé, lo desconozco, el caso es que se han ido de viaje y me han dejado de
canguro, y al niño, claro, emocionado como una olla a presión. Que si va a
conocer a Superman, dijo. Y claro, le he dicho que sí. Está preparando su
habitación para la “venida”, con una fe que mueve montañas.
Y ahora, que le quedan
horas al día, que no tengo amigos a los que recurrir en este infinito agosto,
sin una triste película en la memoria del ordenador que echarle a la boca al
chaval, sin un cómic ni una frase grabada, ni un mísero disfraz ni cualquier
herramienta que pueda mantenerle viva la esperanza por unos días, solo el
tiempo exacto hasta que mis padres vuelvan y carguen con el monstruo ilusionado
que ellos mismos han creado, mi hermano pequeño me va a odiar. No sólo Superman
dejará de ser su héroe, también yo dejaré de serlo, ese hermano cómplice,
cercano e implicado en sus fantasías, ese mano que le apoya, ahora no será tal.
Seré el traidor que un día descubrió que los héroes, por mucho ruido que haga
la caja tonta, por mucho que se pinte, que se escriba, que se vista la gente de
ellos o por mucho que lo llegues a soñar hasta el punto de que creas estar
tocándolo con la punta de tus dedos, no existen. No existe Superman, ¿verdad? Me
preguntará antes de dormir, y claro, tendré que responderle la verdad porque
mentirle de nuevo sería definitivo, y entonces, solo a partir de ese momento,
su mirada ingenua mutará y me traspasará como rayo de luz y ya no seré su
hermano sino un reflejo antropomorfo de la decepción, un traidor, un embaucador
de sueños, el inclemente que dilapidó sus ilusiones, el mal personificado, el
Lex Luthor de lo que hasta ahora había sido su vida.
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