A Joaquín Sabina
El fin
de los días me sorprendió el jueves de una semana cualquiera. Andaba
buscando una copa que me devolviera una digna versión de mí mismo. Tú
llorabas detrás de la ola del último mar que llevabas dentro. La primavera se vencía entre tus piernas
y yo en la casa donde el empeño se empeña. En el bar, un guiño del
traficante de almas, una carta en la solapa del destino, un desatino de
la bruja del dolor, y las mentiras supieron a verdades.
Me entregué al azar del Martin Miller, viviendo el thriller
de tus primeros besos y sintiéndome preso de eso que se confunde con
amor. Entre el recodo de la soledad y el lógico tráfico de perseguir tus
labios, encontré el caracol de tu sonrisa.
Me subasté por menos de nada entregado al blanco perfume de la noche. Del ebrio reproche de la ausencia,
del estruendo tus caderas, de la frontera de Jerez hasta más allá del
mar, creí sentir un final de cuento. Cuando sucumbí al elixir de Morfeo
enfriaste los pasillos dejando resuelto el siniestro de las canciones.
A la mañana no estabas y lo vi todo oscuro.
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